La música house resonaba en los altavoces del viejo Ford Fiesta negro que surcaba el atardecer a una velocidad que superaba con creces el límite. Las ruedas chirriaban en las curvas, comiendo en muchos casos parte del carril contrario; en aquel valle solitario, sin rastro de población en kilómetros a la redonda, era difícil que se cruzasen con alguien un viernes por la tarde. En el interior del vehículo, Jonah cabeceaba al ritmo de la música, con un pitillo en los labios bajo la visera negra calada hasta las cejas. Alto, delgado pero de hombros anchos, vestía una sudadera también negra y unos vaqueros holgados, estilo rapero, que dejaban entrever la parte alta de los calzoncillos. A su lado, preparándose un pequeño chute de coca, Mario puso parte del gramo en la carcasa del móvil y lo aspiró fuerte por la nariz, antes de que algún bandazo del coche se lo tirase. Algo más bajo, ancho y fuerte que Jonah, llevaba ese peinado rapado por ambos laterales de la cabeza y tupé repeinado por arriba. De rasgos romanís, con una rayita calculadamente cortada en una de sus cejas, un bigotillo y perilla muy finos y un tatuaje en el cuello, sobre la camisa de cuello alto blanca y pantalones pitillos del mismo color, el atuendo le confería un aspecto de duro de barrio. Ambos colegas rondaban los veinticinco años.

-Pon alguna de Balvin -soltó Mario, recostándose en el asiento.

-Me la suda Balvin, eso para camelar a las niñas cuando estemos en el garito.

Mario lo miró con un deje de sorna bajo las cejas de malote.

-¿Niñas? ¿Y tu novia, qué?

Jonah exhaló el humo del cigarrillo, con una mano al volante, mientras aceleraba en una recta. Solo lo estaba provocando, pero no le iba a pillar.

-La Sonia que me espere en casa.

Mario se carcajeó, aplaudiendo.

El paisaje, aunque los dos jóvenes no se fijasen mucho, era espectacular. La carretera serpenteaba por un valle de escarpadas rocas, que dejaban prados de hierba y trigo amarillo aquí y allá. El viento mecía la vegetación y los pocos árboles que había, produciendo un oleaje en los campos con las últimas luces del día como telón de fondo. Estaban completamente solos, alejados de cualquier rastro de vida. Ni siquiera se oirían pájaros, aunque bajasen el volumen de la música y redujesen la velocidad.

-¿Y tú qué? ¿Al final te hiciste a la Juana…?

Mario sonreía, pillo, desviando la mirada hacia la ventana. Jonah golpeó el volante, divertido.

-¡Eeeh…!

-¿Cómo lo has sabido? ¿Se notó mucho? -preguntaba Mario, volviendo la vista a su amigo.

-Joder, macho, que es la piba del Christian… que es un hermano…

-¿Se notó mucho o no…?

Jonah carraspeó, haciendo un ruido con la garganta como si estuviera almacenando flema para escupir el gargajo más sólido que haya existido.

-Pues hombre -hizo un inciso, bajó la ventanilla y escupió, volviendo a cerrarla -. Estuvisteis hablando toda la puta noche, y cuando se fue el Chris…esos magreos…

-Joder, no le digas nada.

-Eso se va a acabar sabiendo, Mario.

-Tú no le digas nada.

-¿En el baño…? ¿Hubo…? -Jonah gesticulaba con su mano derecha y la boca, como si hiciera una felación.

Mario se sonrojó, pero no pudo evitar la sonrisa culpable antes de apartar la vista de nuevo.

-¡Hubo mamacita…! ¡Ordeñando en el baño de la Krystal…! -Jonah empezó a dar bocinazos después de nombrar la discoteca.

-Si solo fuera eso… -Mario hacía el gesto de santiguarse -. Vaya gata… fue ella, ¿eh? Me lo pidió ella… luego se me puso en pompa… pam, pam, pam… cómo gritaba…

Jonah lo miró de reojo, como si calibrase la veracidad de lo que le contaba. Una de sus cejas permanecía alzada. Valorativa.

-Yo que dudaba…

Mario se irguió en el asiento.

-Dudabas, ¿de qué?

Jonah había vuelto la vista a la carretera, entrecerrando los ojos.

-Se oyen cosas -dijo en tono quedo.

-¿Cosas? ¿Qué cosas? -Mario empezaba a molestarse – ¿De qué coño hablas?

-Cosas -resumió Jonah, encogiendo los hombros -. Que se te ha visto tonteando con un par de tíos…

-Pero qué cojones dices…

El conductor levantó la palma derecha, como si no tuviese nada que ver o le diese igual.

-Yo, lo que me cuentan… el Christian mismo me contó que te han visto entrar en el Nero.

El Nero era un conocido local gay de la ciudad. Mario se removió, buscando las palabras. Se le veía incómodo, como si le hubiesen pillado haciendo algo prohibido y tratase de buscar las palabras que alejasen la culpabilidad sobre su persona. Su virilidad, su imagen de macho, se veía atacada; no sabía qué decir.

-Si eres maricón, dilo, joder -concluyó Jonah, con la vista fija en la carretera -. Pero no vayas de semental y engañándonos a todos.

El tono fue demoledor. Jonah era el alfa de la cuadrilla: su veredicto sería unánime.

-No soy maricón. Yo…

Jonah alzaba las cejas, como diciendo “¿entonces cómo explicas…?”

-Es mentira -el tono de Mario adquirió solidez -. Yo no he ido al Nero en la vida. No soy un puto maricón. Christian lo habrá dicho porque estará jodido, porque me he cepillado a la Juana en sus putas narices, pero cuando lo vea va a tener que darme explicaciones.

Jonah no decía nada. Mario prosiguió:

-Todo el que diga que soy maricón va a tener que decírmelo a la cara -se quitó la cadena que le rodeaba el cuello y empezó a enrollársela alrededor de la mano derecha, cubriendo sus nudillos como si fuese el vendaje de un boxeador -. Hoy mismo vamos a ver quién tiene cojones a afirmar eso.

Jonah lo miró de reojo. Se notaba un ligero aprecio en su mirada. Asintió una vez con la cabeza.

-¿Hoy mismo?

-Esta misma noche. Va a correr la sangre.

Jonah alzó la barbilla, apreciativo.

-Ese es el Mario que conozco.

-No lo dudes.

-¿Te queda algo de ese gramo…?

Mario se sacó del bolsillo lo que le quedaba del pollo, pero, cuando fue a pasárselo a su colega, se le cayó la papela justo en el regazo de Jonah.

-¡Mierda…! -se maldijo Mario. El pantalón del conductor estaba blanco, con el polvo esparcido por toda la zona de la bragueta.

-Joder, macho -se lamentó éste.

Mario le pasó la mano por encima, queriendo arreglar un poco el desaguisado. Su mano palpó la bragueta. Se paró en seco.

-¡¿Qué cojones estás haciendo?! -saltó Jonah, alterado.

Mario no había quitado la mano, que permanecía inmóvil sobre el pantalón del conductor. Lo notaba abultado. Más de lo normal. Duro.

Su mirada gravitó entre el bulto de la bragueta y la cara del conductor, que se crispaba por la rabia a escasos centímetros de la suya.

-¡Quítame la mano de la polla…! -vociferó Jonah.

Mario, lejos de hacerle caso, apretó un poco el bulto. No había duda; estaba empalmado, vaya si lo estaba. Volvió a mirar a su amigo a la cara.

-¿Estás seguro…?

No hubo respuesta. Decidió insistir.

-¿Seguro que quieres que lo haga?

La canción que estaba sonando se acabó. El rugido del motor era lo único que se oía. La cara de Jonah, furibunda hasta hacía un segundo, estaba sumida en la sombra bajo la visera. Mario, con el corazón latiendo en sus sienes y los dedos vivos, empezó a bajarle la bragueta.

-¿No prefieres que haga esto…?

Sin respuesta.

Temeroso por una reacción violenta de su colega pero, al mismo tiempo, excitado por aquel giro de los acontecimientos, Mario le bajó la bragueta del todo, soltándole después el cinturón. Jonah no se movía. Le apartó el pantalón, dejando a la vista los calzoncillos Calvin Klein azules. Parecían a punto de explotar. Mario le dedicó una última mirada al conductor antes de destapar lo que había debajo, liberándolo.

Jonah no pudo evitar un suspiro. Mario agachó la cabeza, hundiéndola en su regazo sin más preámbulo. Empezó a moverla lenta y rítmicamente arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

-Hijo de puta… -susurró Jonah, con las manos sujetando fuertemente el volante. Sus nudillos estaban blancos. Soltó su mano derecha y la posó sobre la cabeza de Mario, agarrando su pelo. Mario hizo un sonido de aspiración, húmedo, y empezó a subir el ritmo; su cabeza parecía un péndulo que aumentaba el ritmo, siempre suave pero cada vez más rápido, más hondo, arriba y abajo, más rápido…

BUM.

Una explosión .

Una detonación que los dejó sordos, absorbiendo todo el sonido en kilómetros a la redonda. Un segundo de silencio, un segundo de incertidumbre; después, el infierno.

CRAAAAAASSSSHHHHHH.

El coche absorbió el golpe de algo metálico que se había incrustado como un obús por su parte frontal. Para cuando el ruido del impacto les llegó a los tímpanos, sus cuerpos ya habían salido disparados hacia adelante para, al instante, verse violentamente empujados hacia atrás por los airbags que aparecieron ante sus caras con otra explosión. Un torbellino de trozos de metal, cristales y plástico inundó el interior del coche que, a pesar del golpe, no perdió su trayectoria hacia adelante, ya sin nadie que lo guiase, acabando hecho un amasijo de hierros en la cuneta. Un olor, mezcla de humo y gasolina, inundaba el lugar. El coche tardó un tiempo en dejar de producir sonidos: el del motor, que se apagaba entre quejidos; el de una rueda, que se pinchaba con un silbido incesante; el del metal, que parecía protestar por el golpe que lo había deformado.

Un momento de pausa, con el siseo de las ruedas y los frenos como banda sonora en aquel destrozo.

El primero en volver en sí fue Jonah, que parpadeaba aturdido entre todo aquel pandemónium.

-Joder… ¿qué…?

Mario, que al tener la cabeza agachada se había librado de golpearse con el salpicadero, se irguió, dolorido. Sus ojos, abiertos de par en par, denotaban que estaba en shock.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha…?

Jonah se soltó el cinturón (por suerte lo llevaba abrochado; no siempre lo hacía) y comprobó que, quitando el dolor de cuello, todo lo demás parecía estar en su sitio.

Incluido eso que se volvió a meter en los calzoncillos.

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Qué…?

-Cállate, joder.

Echó un vistazo a Mario. En su cara de susto, sobre la ceja derecha, una herida sangraba profusamente. Por lo demás parecía entero, aunque no paraba de repetir…

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

-Mario, cállate, ¡ESCÚCHAME! -Jonah le cogió la cara con ambas manos. Lo abofeteó una vez, fuerte, obligándolo a mirarle frente a frente – Hemos tenido un accidente. Una hostia en coche. No sé cómo.

Mario pareció calmarse. Se calló, aunque su boca seguía pronunciando “qué ha pasado” sin emitir ningún sonido.

Salieron del coche. En la calzada, los últimos cincuenta metros eran un reguero de cristales y piezas metálicas rotas. El coche tenía todo el frontal destrozado; era un milagro que ambos amigos estuvieran prácticamente ilesos. El golpe había sido en el final de una recta, justo antes de tomar una curva de noventa grados a la izquierda que bordeaba un saliente rocoso que parecía un obelisco. El coche había quedado en la zanja que bordeaba la curva, desde donde se extendía uno de esos campos de frondoso trigo que parecían interminables.

-Tenemos que llamar a alguien -Jonah se rascaba la cabeza descubierta, ya que había perdido la visera en el golpazo.

Mario le mostró su teléfono con el cristal descascarillado por todos lados. Se encendía y se apagaba, como un intermitente.

-No me funciona. ¿El tuyo?

En el coche no estaba, así que, tras mucho rastrear, Jonah lo encontró en la calzada, al lado de una pieza metálica verde. Reventado.

-Mierda…

Pero su frustración no provenía tanto por haber perdido su móvil si no por la visión de aquella pieza verde: no pertenecía a su coche. Lo que quería decir que…

-Hostia, Jonah, mira esto, ven, ven, ven…

Jonah se giró, alzando la vista. En el shock del accidente todavía no había tenido ocasión de analizar con exactitud todo lo que había pasado. Su subconsciente había tomado las riendas después de que su cerebro, chocado, hubiese decretado el estado de alarma. Es lo que nos pasa en los instantes posteriores a un accidente: una parte de nuestra mente toma el control y decide lo que es mejor para nosotros. En muchos casos, incide primeramente sobre nuestra capacidad de atención, decidiendo lo que somos o no somos capaces de absorber.

En el caso de Jonah, su mente consciente empezó a combatir el shock y a tomar el control. Intentó recordar lo que había pasado justo antes del accidente: su vista había captado la curva (el peligro más cercano), pero se había visto capaz de empezar a girar el volante sin tener que mirar la calzada, así que sus ojos se habían dirigido a la cabeza de Mario, en su regazo, durante unos segundos. Debió ser en ese momento cuando alguien, tal vez sobre una moto, había aparecido tomando la curva. El golpe es lo que había hecho saltar el airbag, lo que le quitó el control del volante y lo que había hecho que acabasen en la cuneta.

-¡Jonah, joder…!

El conductor se dirigió hacia Mario, que había salido de la calzada y se adentraba en el campo de trigo. Los restos de una moto se esparcían por el arcén; Jonah distinguió las formas del motor y el manillar de una Kawasaki Ninja, con el faro todavía encendido y apuntando hacia el campo, desde donde Mario le llamaba. La luz iluminaba el lúgubre anochecer cuya oscuridad reptaba, voraz, como si quisiese devorar los últimos vestigios de luz y esperanza que quedaban en aquel paraje desolado.

-Es… es una tía, creo -Mario no podía evitar el tembleque en su voz. Señalaba un punto entre la hierba, a pocos metros de donde se encontraba, como si no pudiese acercarse más.

Jonah lo hizo. Le alucinaba que el choque hubiese proyectado los restos de la moto y su ocupante a tanta distancia. A medida que se acercaba al sitio algunas hierbas, amarillentas, tenían el rastro oscuro de la sangre. Apartó varias de ellas, dejando que la luz del faro de la moto iluminase el lugar donde parecía haber caído el…

-Dios… -no pudo evitar llevarse las manos a la boca y apartar la vista, con el estómago violentamente revuelto. 

El cuerpo decapitado de una mujer yacía tumbado en un pequeño prado de hierba aplastada, producto del impacto. Iba vestido de cuero negro, con protecciones en manos, codos y hombros. Los brazos estaban estirados, como si fuese una portera de fútbol que se esforzase en alcanzar el balón que intentaba colarse en la portería. Una de las piernas presentaba una posición antinatural, con el talón cerca de tocar la rodilla.

Pero lo peor era la cabeza. O, mejor dicho, la ausencia de ella.

-¿Dónde…? -se cuestionó Jonah, en alto. Mario hizo un gesto vago con la mano, señalando un punto en la oscuridad, a la derecha del cuerpo.

Un casco amarillo se camuflaba entre la hierba seca. Jonah dio dos pasos en su dirección, seguido por Mario. Vislumbraron el dibujo de la cabeza de Piolín en el casco, resquebrajado. Un charco de sangre unía el cuerpo con la cabeza, que estaba de cara al suelo, por lo que no podían ver sus facciones; pero mechones de un pelo largo y castaño salían por la parte baja del casco uniéndose, apelmazados por la sangre, con la herida que había degollado a la mujer.

-Joder… -la impresión de la imagen se plasmaba en los ojos de los dos colegas, abiertos de par en par.

-Mierda, tío, está muerta… -Mario estaba blanco. Nada más pronunciar la última palabra se inclinó sobre sí mismo y una tremenda arcada sacudió su cuerpo, vaciándolo entre gemidos.

Jonah, por su parte, no podía estarse quieto. Se rascaba la cabeza, andaba cinco pasos a la izquierda, dos zancadas a la derecha, tres atrás; se sacudía los brazos, se golpeaba el pecho, se tiraba del pelo. Sus ojos permanecían muy abiertos y su boca pronunciaba palabras sin voz. Estaba histérico, fuera de sí.

Aunque nuestros dos protagonistas habían estado demasiado ocupados para darse cuenta, la noche se había extendido sobre el lugar, sumiendo el valle en la oscuridad. El tiempo entre el accidente, el shock y el análisis de lo sucedido, llegando hasta el cadáver, había transcurrido en ese intervalo en el que la última luz del día empieza a fundirse con la oscuridad incipiente. A veces, esos anocheceres están bañados de tonos naranjas, rosáceos o blanquecinos. Esa noche, sin embargo, un espectacular color rojo había conquistado el horizonte sobre las crestas de las rocosas colinas que colindaban aquel despoblado valle por el oeste. Un tono rojo oscuro, como la sangre que impregnaba el asfalto y la hierba alrededor de los dos muchachos, que no podían ver nada más allá del horror que se les había incrustado en la mirada cuando vieron el cuerpo sin vida de la motorista.

Jonah detuvo sus nerviosos paseos de lado a lado.

-Tenemos que irnos. A tomar por culo. Nos vamos.

Mario, todavía con las manos en las rodillas después de haber vaciado por completo su estómago, alzó la cabeza, frunciendo el ceño con esfuerzo.

– ¿Qué dices?

-Que nos vayamos de aquí, ¡ya! Nos largamos y aquí no ha pasado nada…

-Pero a ver, espera…

-¡¡Que nos vamos, Mario, hostias…!! -los gritos de Jonah reverberaron entre las paredes rocosas del valle.

-No podemos…

-¡¡Nos vamos ya!!

-¡¿CÓMO COJONES VAMOS A IRNOS, JODER?! ¿¡HAS PERDIDO LA PUTA CABEZA?!

Jonah perdió la palabra que estaba a punto de salir de su boca al ver que Mario se rebelaba de esa manera. Pareció atragantarse. Tosió, miró hacia los lados como un niño asustado y volvió a toser.

– ¿Cómo cojones quieres que nos vayamos? -repitió Mario, enderezándose y señalando a la mujer en el suelo.

Había una cartera vieja, abierta, al lado del cuerpo. Cogió el DNI que sobresalía de ella. La cara de una mujer le devolvió la mirada desde la fotografía del documento. Se fijó en el nombre: “Ágata Marchante”.

Jonah parecía no encontrar las palabras.

-Pues… cogemos…

-¿Cogemos el qué? ¿El coche destrozado? ¿La moto de la tía, hecha pedazos? -Mario esgrimía el DNI de la mujer ante la cara de su amigo, agresivo.

Jonah negaba con la cabeza.

-Pues nos vamos andando…

– ¿Andando? -Mario soltó una risa histérica. La herida de su ceja goteaba por todo el lado derecho de su cara, dejándole un reguero rojo hasta la barbilla del que hacía caso omiso -. Estamos a decenas de kilómetros de la población más cercana. Joder, nos quedaba media hora en coche hasta la Krystal, y ni siquiera está en una ciudad.

Jonah no estaba acostumbrado a que le hablasen así. Él era el alfa, el tipo duro de su grupo, allá donde fuese. La situación se le estaba yendo de las manos; no podía permitirlo. Taladró a su amigo con la mirada y cambió el tono de voz, convirtiéndolo casi en un susurro, dirigiéndose directamente a él:

– ¿Y qué sugieres que hagamos…? -alzó las cejas, con los ojos completamente abiertos y los dientes a la vista. Su expresión siniestra recordaba a la cara del Joker – ¿Quieres que nos quedemos aquí sentaditos y esperemos a que llegue alguien…? ¿La policía, por ejemplo?

Mario no abría la boca. Jonah se acercó a él, poniendo la cara a pocos centímetros de la suya:

– ¿Quieres que vengan, vean el percal, nos hagan un control de drogas y nos lleven de la mano…? ¿Eso quieres? El coche es un puto nevero de farla, ¡ESTAMOS COMPLETAMENTE JODIDOS! -vociferó en la cara de Mario, salpicándolo de saliva. La última palabra tuvo eco en todo el valle, perdiéndose tras repetirse cinco veces en el vacío.

– ¿Y qué sugieres que hagamos? No podemos dejarla aquí, sin más… -Mario hablaba mirando al suelo, a sus pies.

-¡Si nos pillan es homicidio, Mario, joder! ¡Íbamos hasta el culo, es un asesinato!

-Pero las pruebas… el coche… es imposible que…

El sonido de la llamada de un móvil los interrumpió. Ambos amigos giraron la cabeza hacia la fuente del sonido: el cuerpo de la motorista.

-¡Tiene móvil! -dijo Mario, señalando el cuerpo.

-Píllalo -dijo Jonah, no muy convencido -. Pero no cojas, espera.

Mario se acercó al cadáver, cauteloso. El timbre parecía venir del bolsillo derecho de los pantalones de la chica. Introdujo la mano, incómodo, sintiéndose torpe y sacrílego, como si estuviese profanando el cuerpo de la difunta. Extrajo un teléfono iPhone X de color azul. Estaba sorpresivamente intacto.

– ¿Quién pone que llama? -preguntó Jonah, desde atrás.

-Ágata -mencionó Mario, leyendo el solitario nombre que aparecía en la pantalla. Qué curioso, el mismo nombre que salía en el DNI de la muchacha: “Ágata Marchante”. Se acercó el móvil a la oreja.

-¡No lo cojas! -le advirtió Jonah de nuevo.

-No voy a hablar. Solo voy a ver quién es…

– ¿Para qué…?

-No podemos negar la situación, Jonah. Hemos tenido un accidente, ¡esta tía está muerta! Igual es su madre, o su hermana. Tengo que coger.

Jonah se rindió, alzando los brazos en un gesto de derrota. Mario deslizó el dedo por la pantalla, aceptando la llamada, y se acercó el celular a la oreja. Una voz ronca, susurrante y femenina, le habló al oído:

– ¿Mario…?

El joven soltó el móvil con un respingo. El iPhone rebotó sobre la hierba sin sufrir desperfectos. Jonah miró a su colega, confuso.

– ¿Qué cojones…?

Mario volvió a coger el móvil con manos temblorosas. Pulsó el botón del manos libres para que Jonah pudiese escuchar la conversación. La voz volvió a hablar:

-Ten cuidado con esas manos, Mario. Ya habéis tenido suficientes accidentes hoy.

El joven vio cómo Jonah recibía aquel mensaje, frunciendo el ceño, al principio, y mirando alrededor como un loco, después.

– ¿Quién…?

-No busques tan lejos, Jonah -el interpelado se sobresaltó al escuchar su nombre proveniente del teléfono -. Estoy justo aquí.

– ¿Aquí? ¿Qué coño dice esta tía? ¿Dónde es «aquí»?

-Aquí, entre tus pies.

Jonah bajó la mirada y el susto le hizo pegar un salto que lo hizo tropezar y caer al suelo de espaldas. Casi había pisado la cabeza decapitada de la mujer.

Mario no podía controlar el temblor de su barbilla. Se limpió la sangre que le caía al ojo desde la herida de la ceja con un gesto nervioso.

– ¿Q-q-quién coño eres? ¿Quién habla?

Un suspiro al otro lado de la línea.

-Es bastante obvio, Mario.

Jonah seguía en el suelo, mirando el casco amarillo con el pelo y la sangre.

-No puede ser ella. Esto es una broma. Una puta broma.

Una risa a través del teléfono.

-Una broma es que os hayáis cargado a la única conductora con la que os habéis cruzado en kilómetros, cabronazo. Has tomado esa curva con el coche en el carril contrario.

Los dos amigos callaron. La voz de la mujer sonaba fría. Helada.

-Al menos, espero que la mamada haya valido la pena.

El cielo se oscurecía y una brisa leve hacía ondear el trigo a su alrededor, como si estuviesen a la deriva en un mar de cereal. Los dos amigos guardaban silencio, incrédulos. Aterrados.

-Estoy deseando ver la expresión de vuestros colegas cuando se filtre la noticia: “Dos hombres atropellan y matan a una motorista en la carretera mientras practicaban sexo oral”.

Jonah reaccionó, al fin. Se levantó, furibundo, haciendo aspavientos con los brazos.

-Eh, eso no es así, hija de puta. No sé qué tipo de broma es esta, pero eso es una puta mentira, zorra.

Mario se volvió hacia él.

-Claro que ha sido así, ¿qué estás diciendo?

-Eso NO ha pasado, ¿me oyes?

-Hemos tenido un accidente y ha muerto una tía, ¿de verdad importa que te la haya chupado? ¿Estás loco?

Jonah agarró del cuello al joven. Se aproximó a su cara de manera que sus palabras salpicaron de saliva el rostro de Mario.

-Si vamos a acabar en la cárcel por esta mierda no pienso ir como un maricón, ¿lo entiendes? -la presión de su mano estaba ahogando a Mario, que boqueaba -¡Si estás dispuesto a contar esta mierda a la policía, lo del coche entre tú y yo no ha pasado!

Jonah volvió a girarse hacia la carretera, soltándole el cuello con un gesto violento. La oscuridad bañaba la amplia hondonada y el faro de la moto era lo único que iluminaba el lugar, proyectando sombras que ondeaban como fantasmas a su alrededor.

-¡Alguien nos está gastando una puta broma! ¡SAL DE AHÍ, HIJA DE PUTA, DA LA CARA! -el grito se perdió en el vacío. Jonah echó a caminar hacia la carretera, buscando a la supuesta bromista.

Mario no paraba de temblar. El móvil bailaba en su mano, víctima de continuos escalofríos producto del susto, el miedo y el frío que empezaba a entumecer su cuerpo. Hasta ese momento no había sido consciente de ello; era como si su cuerpo volviese poco a poco al tiempo presente.

-Mario -la voz femenina susurraba en el móvil -. Escúchame.

El joven miró la pantalla del teléfono, que iluminó sus ojos atenazados por el terror. Ágata. Pulsó el botón del manos libres, desactivándolo, y se pegó el teléfono a la oreja. “Jonah está perdiendo la cabeza”, le susurró la voz al oído. Los ojos desorbitados de Mario siguieron el perfil de su amigo, que removía los restos de la moto y miraba alrededor con gesto furioso, llamando a gritos a quien los estuviera espiando. “Pronto va a volverse contra ti”, murmuró la voz, venenosa.

– ¿Q-qué?¿Qué dices?

-Tu amigo no va a encontrar a nadie. Va a volverse contra ti.

A medida que escuchaba estas palabras, Mario vio que Jonah, en el arcén, se detenía. Había dejado de gritar al vacío. Su cabeza se giró y sus ojos se clavaron en los suyos desde la distancia.

-Ahora va a creer que estás detrás de todo esto. Va a venir a por ti.

Efectivamente, Jonah empezó a desandar camino hacia donde se encontraba Mario y el cadáver de la motorista.

-Vas a tener que defenderte, cariño.

– ¿Qué? ¿Defenderme? -Mario susurraba al móvil, tapándose la boca. En aquel paraje el sonido se esparcía con facilidad – ¿Por qué…? Es mi colega, él no…

-Habéis acabado con mi vida en un accidente, chaval. Me habéis decapitado porque ibais ciegos, doblando el límite de velocidad y jugando con vuestras pollas; vais a chupar cárcel por homicidio hasta que os salgan bolsas bajo los ojos. Jonah se ha olido la jugada y ha querido escapar de aquí; lo único que lo retiene, la única razón por la que no ha salido corriendo, es porque tú te interpones en su camino. Has dejado claro que esto es un asesinato y que vas a testificar, que no te vas a guardar nada.

Jonah seguía acercándose entre el trigo, apartado las plantas a su paso sin aparente prisa pero sin parar.

-Viene a acabar contigo, Mario.

-No puede ser…

-Mira a tus pies. A la derecha.

Un trozo afilado de la destrozada carrocería verde de la moto, entre la hierba.

-Cógelo.

Mario no sabía por qué obedecía. Se agachó y agarró el trozo de carbono, afilado como un puñal, escondiéndolo tras la espalda. Era como un punzón.

-¡Mario! -el grito de Jonah, llamándolo, lo sobresaltó.

-Es él o tú, Mario. Tú decides -la voz pareció apagarse.

Jonah apareció en el claro. Tenía la cara contraída y gotas de sudor brillaban en sus sienes y resbalaban por su barbilla.

-Mario.

Jonah se dirigía a él como si quisiera convencerlo de algo. Llevaba algo en la mano, algo contundente. La oscuridad no permitía apreciar lo que era. Soltó aquel objeto tras de sí, dejándolo caer cerca del cuerpo de la motorista, y se dirigió directamente a su amigo, alzando ambos brazos hacia él.

-Mario, yo…

Todo sucedió muy deprisa. En el momento en el que las manos de Jonah se posaban sobre los hombros de Mario, sucedió. Sin saber ni cómo ni por qué, su mano derecha salió disparada hacia la garganta de su amigo. El punzón de carbono se hundió en la papada de Jonah, de abajo a arriba, y la punta de la pieza afilada se pudo ver a través de la boca abierta de éste. Sus ojos se abrieron por la sorpresa, incapaces de asimilar lo que acababa de ocurrir; su mente se negaba a aceptar que su colega le hubiese apuñalado.

Un géiser de sangre procedente de la herida salpicó a Mario, cegándolo y lanzándolo hacia atrás, empapado. Tropezó y cayó de culo, con el punzón ensangrentado en la mano. Jonah permanecía de pie, algo encorvado, con las manos sobre la herida por la que manaba sangre a borbotones.

-M-m-e has…Mar-io…

Los quejidos del joven se veían interrumpidos por los sonidos guturales que su garganta producía. Se estaba ahogando en su propia sangre. Mario no reaccionaba: tenía los ojos desorbitados y una O perfecta se formaba en su boca. Jonah cayó de rodillas, con el cuerpo poseído por violentas arcadas que expulsaban sangre y vómito al tiempo que gemía. Su agonía duró unos segundos, hasta que cayó de cara sobre el suelo con un golpe seco, cerca del cuerpo de la motorista, con los dos charcos de sangre mezclándose entre el trigo.

Mario había asistido a todo como un espectador involuntario, como si no hubiera sido él quien había apuñalado a su amigo. Su mente no podía creer lo que había ocurrido, aquello no podía ser real. Había visto cómo su mano se había lanzado a la garganta de Jonah, agarrando tan fuerte la afilada pieza de carbono que se había cortado su propia mano; la había sentido horadar la piel y los músculos del cuello de su amigo, rozar los huesos, llevarse todo a su paso. Había visto, casi lo había sentido, cómo el cuerpo de Jonah trataba de reaccionar, llevando oxígeno a sus pulmones y plaquetas a su herida, incapaz de hacer frente a aquel destrozo. Había visto sus ojos, incrédulos al principio, como si aquello fuese una broma, desorbitados por el pavor después, completamente consciente de que la vida se le escapaba entre los dedos que trataban de tapar la hemorragia. Había sido testigo de cómo sus músculos perdían fuerza, cómo le fallaban las piernas y caía al suelo, desmontándose como una torre de naipes. Y ahora veía los últimos estertores de la muerte, que hacían convulsionar un pie, tac-tac-tac, que golpeaba el mullido suelo de hierba en su último adiós.

Había visto todo aquello en primera persona, pero se negaba a aceptar que hubiera sido él quien lo había hecho. Su cabeza no quería hacerlo; su cerebro no le había ordenado a su brazo que lo hiciese.

Sin embargo, era real. Su cara y pecho cubiertos de sangre atestiguaban que lo había hecho.

No podía creerlo.

– ¿Jonah…? -el murmullo sonó agudo, infantil, ridículo. Mario se miró la mano derecha, donde todavía sostenía el punzón verde, afilado. Lo soltó con un grito.

Unas carcajadas interrumpieron aquel momento de pesadilla. Mario se giró a todos lados, totalmente confundido, buscando el origen de aquella risa. El iPhone yacía iluminado a pocos pasos. Se acercó gateando, torpe. Las carcajadas no cesaban. La pantalla seguía en modo llamada con “Ágata”.

-Hija de puta… -el miedo, el pavor que aprisionaba el cuerpo de Mario se soltó como un latigazo, escapando por la espita que le proporcionaba la ira – maldita hija de puta ¡HA SIDO CULPA TUYA! ¡TÚ LO HAS HECHO! ¡¡TÚ LO HAS HECHO!!

Sus gritos hendieron la quietud de la noche y se mezclaron con el sonido de su puño derecho, rojo de sangre, que se descargó sobre la pantalla del móvil incontables veces, como un martillo pilón, insensible al dolor, completamente cegado por la rabia. Las carcajadas callaron y el móvil se apagó tras la pantalla destrozada antes de que Mario lo agarrase y lo lanzase lejos, al mar de trigo que se perdía en la negrura de la noche.

Un sollozo se abrió paso entre sus pulmones, sin pedir permiso al llegar a la garganta y haciendo que le temblase la barbilla al expulsarlo. Su cuerpo se convulsionó, a cuatro patas como estaba, con la cabeza gacha, llorando sonoramente. La mano le ardía. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había hecho?

-No te castigues tanto, chico.

Mario casi se atragantó a medio sollozo. Se volvió a su espalda, buscando otra vez la fuente del sonido. Aquella voz fría… el móvil ya no podía ser; ¿qué coño era, entonces?

-Has hecho lo que tenías que hacer.

El joven se incorporó como un resorte, acercándose al cuerpo de Jonah. ¿Era posible que siguiese vivo?

-No busques ahí, lo has dejado frito. Es imposible que haya sobrevivido con esa herida que le has hecho.

Mario se quedó helado. La voz provenía del casco que se encontraba unos pasos a su izquierda, con la cabeza decapitada de la mujer oculta, de cara al suelo. Se acercó lentamente a ella, con los pies temblorosos, como si fueran a fallarle en cualquier momento. La cabeza, con la imagen de Piolín en el casco, estaba completamente inmóvil. No sabía qué hacer. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Era eso? ¿Había oído las voces solo en su cabeza?

Solo había una forma de descubrirlo.

Se agachó, sintiendo la camiseta empapada de sangre pegada a su pecho. Cogió el casco con ambas manos y se irguió de nuevo, dándole la vuelta a la cabeza.

Una cara de mujer con los ojos en blanco y un rictus de muerte en la boca le devolvió la mirada, vacía. Los mechones de pelo, morenos, oscilaban levemente con la brisa. Del cuello cercenado brotaban restos de piel y músculos, como si fuesen serpentinas elásticas, ocultando el hueso de la columna vertebral que se adivinaba entre ellas. Mario contuvo otra arcada. Miró a aquella cara muerta de frente, sintiéndola pesada en sus manos de pulso trémulo. La agitó un poco, arriba y abajo. Nada.

“Me he vuelto completamente loco. He matado a Jonah porque oigo voces en mi cabeza”. La certeza de lo sucedido le impactó en el pecho como un cañonazo. Cerró los ojos con fuerza, incapaz de asimilarlo. Volvió a abrirlos, parpadeando.

-No estás loco, Mario.

Soltó la cabeza con un alarido ensordecedor. Lo había visto. ¡Lo había visto! Aquella puta cabeza le había hablado. Había abierto los ojos y había movido la boca. ¡Joder!

La misma cabeza que rodaba por el suelo y se detenía, mirándolo, clavando sus ojos oscuros en los de Mario. La boca volvió a moverse.

– ¿Qué te sorprende tanto? La noche ha sido una fiesta de sangre y muerte, chaval…

Mario retrocedió, horrorizado, negando con la cabeza.

-No… no puedes… no puede ser… no, no, no…

La cabeza decapitada de la mujer soltó una sonora carcajada, aguda e interminable. El joven volvió a tropezar, esta vez con el cuerpo de Jonah, cayendo al suelo de espaldas. Su mano se topó con el afilado trozo de carrocería con el que había matado a su amigo.

La risa de la mujer reverberaba en sus tímpanos, repitiéndose como una letanía. Mario notó sus propios latidos en las sienes. Su mente estaba completamente enajenada; solo quería que la mujer se callase. Dejar de oír aquella risa, aquella voz. Se levantó trabajosamente, con el punzón en la mano.

-Vamos, Mario, ¡hazlo! ¡Acaba el puto trabajo! -los gritos de la mujer encontraron su eco en la oscura hondonada.

El joven se abalanzó sobre la cabeza, clavando una rodilla en tierra. Alzó el puño que sostenía el trozo afilado, con un grito gutural formándose en su garganta. La cabeza de la mujer lo miraba con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa macabra que tensaba todos los músculos y arrugas de su cara, demoníaca. Solo quería que dejase de mirarlo. Que se callase, que se acabase todo aquello. Solo eso…

-¡Hazlo, Mario! ¡Hazlo ya! ¡¡Ágata está orgullosa de ti!!

Mario gritó. El punzón bajó, clavándose en la carne con un chasquido húmedo. Volvió a subir, volvió a bajar. La sangre brotó por todos lados. Los golpes secos del puño de Mario sonaban regulares, clavando el objeto en la carne una y otra vez, y el brazo subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba. La palma de su mano estaba insensible, completamente cortada, pero aún sostenía la faca que penetraba en el rostro de la mujer mientras sus oídos pitaban, ensordecidos por los aullidos que no supo, hasta más tarde, que salían de su boca. El tiempo se paró mientras reducía aquel cráneo a una masa sanguinolenta, más líquida que sólida, cuya carne y fluidos se escurrieron del casco como una sandía destrozada y empaparon sus pantalones y el suelo.

El grito no cesaba y un dolor lacerante en su garganta y pulmones le indicó que era él quien lo causaba. Dejó de aullar al momento, su voz perdida en un concierto de toses y arcadas.

Un suspiro. Un momento de silencio.

Mario cogió aire ruidosamente, alzando la vista al cielo. Su cara estaba completamente cubierta de sangre. Se apartó parte de ella de los ojos, parpadeando, con el trozo de carrocería todavía en la mano. El olor de la sangre y los fluidos de los cuerpos que lo rodeaban le impregnó las fosas nasales, provocándole arcadas: se giró a un lado, pero nada salía ya de su boca. Respiraba muy fuerte, como si no hubiese aire en el mundo para volver a llenar sus pulmones después de aquel esfuerzo. Escupió saliva y sangre al suelo.

Un objeto, a su lado, le hizo desviar la vista. Era lo que Jonah traía en la mano cuando se acercó a él por última vez, antes de que lo apuñalase. El mismo objeto que había tirado al suelo antes de poner las manos sobre sus hombros. Mario aguzó la vista, volviendo a pasarse las manos por los ojos. La luz del faro de la moto iluminaba lo suficiente para vislumbrar una cruz de hierro, de casi medio metro de longitud, como las que se ponen en los arcenes de la carretera donde ha habido un accidente mortal. Estaba pintada de blanco, pero tenía una inscripción en la parte horizontal de la cruz. Mario la cogió, alzándose con ella en la mano y girándola para leer lo que ponía a la luz de la moto.

“Ágata Marchante, 1988-2017”

Mario parpadeó, confuso. Era imposible, aquello no podía ser real. Estaban en 2023… ¡habían pasado cinco años de aquello! Volvió a mirarla. Aquella cruz parecía vieja: estaba medio oxidada, recién arrancada de la tierra. Jonah debía haberla cogido para demostrarle que allí estaba pasando algo. ¿Cómo…?

Ágata Marchante, el nombre que rezaba el DNI de la motorista decapitada. Jonah se había dado cuenta de que allí pasaba algo; se había acercado a él para intentar explicárselo.

Mario miró a su alrededor, a la sangre y los cuerpos degollados a su alrededor. Se vio a sí mismo en medio de la noche, iluminado por el faro de la moto, completamente cubierto de sangre. No pudo soportarlo.

-¡¿QUÉ COJONES ES TODO ESTOOOOOO?!

El grito se incrustó entre sus sienes, haciéndole soltar la cruz y salir corriendo sin dirección. Corrió y saltó como un demente, entre alaridos, golpeándose a sí mismo con los puños, tropezando y continuando entre lágrimas, sangre y un terror que lo hostigaba para escapar de allí de cualquier manera.

Pero no duró mucho; su cuerpo estaba exhausto, y sus pulmones no podían más. Sus pies pisaron asfalto. Aquella carrera le había llevado hasta la carretera, lejos de toda luz. Sentía la cara magullada por sus propios golpes; un ojo se le cerraba, hinchado. Su mano derecha era un globo ensangrentado. La oscuridad lo envolvía, espesa. Parpadeó para ver si conseguía ver mejor, pero la negrura era insondable. Solo el faro de la moto accidentada iluminaba una pequeña porción del vasto campo de trigo donde los dos cadáveres yacían en sendos charcos de sangre. Y fue desde ese alejado punto, a su espalda, de donde le vino la voz.

-Maaaarioooo…

No. No puede ser.

No, por favor.

-Maaaarioooo…

La voz le era muy conocida: no era la de Ágata, que había oído a través del móvil y cuando le había gritado a la cara, sosteniendo su cabeza decapitada.

Era la voz de su amigo. La voz de Jonah.

– ¿Mariooo…?

No quería hacerlo, no quería, pero lo hizo. Sin saber cómo, Mario se giró lentamente, clavando la vista en el punto iluminado del campo de trigo. Vislumbrando lo que el foco de la moto alumbraba, como una espiga de luz en un océano de oscuridad.

La silueta de su amigo Jonah, erguida e iluminada por la luz del faro, lo saludaba con un brazo y la cabeza ligeramente ladeada.

-No me dejes aquí, Mario…

El joven miraba la escena totalmente helado. Porque, a espaldas de Jonah, se había levantado otra figura. Vestida de cuero, vuelta también hacia la carretera donde se encontraba Mario, sin cabeza sobre los hombros.

Ambos dieron un paso adelante. Hacia él.

La luz del faro se apagó con un estallido, sumiendo el lugar en la más completa oscuridad. Una voz de mujer se sumó a la de Jonah, deslizando un susurro helado en el oído del joven que no paraba de temblar, petrificado.

-No te alejes, Mario…

No te alejes.

un prado de trigo al anochecer, con el cielo del ocaso de fondo.

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