La moto se saltó el stop, pasando a escasos centímetros del parachoques delantero. Frené el autobús en un acto reflejo; si no lo hubiera hecho, me habría llevado por delante a la moto y a su piloto. Y no, no penséis que no me había visto: fue uno de esos gestos en los que ves de lejos que el motorista, o el conductor, duda de si le da tiempo a salir antes que el autobús pase, y cuando decide salir lo hace despacio, tarde y mal.
Clavé el freno, por los pelos. De no haberlo hecho, con el autobús acelerando tras arrancar desde el semáforo que dejaba veinte metros atrás, me habría comido al motorista con toda seguridad. Y pisé el freno a fondo, sin pensarlo, cosa que a los conductores de autobús, en general, no nos gusta. ¿Por qué? Porque en un autobús, todo lo que no sea progresivo (acelerar, frenar, tomar curvas) puede significar una cosa. Una cosa que los chóferes odiamos.
PUM.
El hombre, mayor, estaba sentado en el asiento posterior a la puerta central, y el frenazo hizo que se diera de bruces contra la barandilla, rompiéndose la nariz en un géiser de sangre que salpicó a los pasajeros de alrededor que abarrotaban el autobús. Hubo tropiezos, maldiciones, gritos. En el asiento del conductor, con el corazón en la boca y todavía sin ser consciente de lo que había pasado (los conductores, aunque cueste creerlo y sin ser Bruce Lee, a veces reaccionamos antes con el cuerpo que con la mente), miré al motorista que casi acaba en los bajos del autobús, incrédulo. Pulsé la bocina con rabia, furibundo. Mucha gente no es consciente de que un autobús a unos pocos kilómetros por hora puede matarte. Sí, no me mires así, no estoy exagerando: matarte. Cuarenta toneladas a veinte por hora, sin tocar el freno, pueden hacer que acabes bajo una de sus ruedas. Puede tirarte el suelo y pasarte por encima sin que puedas hacer nada para frenarlo. Y no conozco a mucha gente que sobreviva con cuarenta toneladas encima.
El motorista me hizo una peineta, sonriendo, y aceleró, perdiéndose en el tráfico.
Miré atrás, dentro del bus. Notaba los latidos en las sienes y cerré las manos, intentando no mostrar el temblor que las dominaba. Puse las luces de warning y eché el freno de mano antes de levantarme con las palmas abiertas, pidiendo disculpas. La gente se me echaba encima; no parecían haber visto al motorista y se pensaban, no sé, que me gustaba frenar en seco, porque sí, y poner en riesgo a todo el mundo. Solo una mujer, algo mayor, sentada en el asiento más adelantado, se santiguaba y murmuraba “la madre que lo parió, qué cerca ha estado, la madre que lo parió…”. Me miró, ambos compartiendo el susto en la mirada. Otros no fueron tan comprensivos:
-¿Pero estás tonto, o qué?
-¡Que casi me tiras el carro del niño!
-¡Aprende a conducir!
El hombre que se había golpeado contra la barandilla no paraba de sangrar. Me acerqué a él mientras su mujer sacaba unos kleenex e intentaba tapar la hemorragia. Aquello no paraba. Me acerqué otra vez al puesto de conductor y saqué una camiseta limpia de algodón que aquel día, casualidad, había guardado en la mochila. Aproveché para llamar a Cocheras e informar del accidente, añadiendo que igual era necesaria una ambulancia para el señor. “Ahora te la mandamos. ¿Hay más de un herido? ¿No? Bueno, van para allá los de atestados, también”, me dijeron. Me dirigí otra vez al hombre que sangraba, y convencí a su mujer para que tapásemos la hemorragia con mi camiseta en vez de los kleenex, que se le quedaban pegados por todos lados. La gente seguía pidiéndome explicaciones y yo intentaba darlas, mientras la mujer del asiento de adelante, la que había visto todo, trataba de explicar, con poco éxito, que el frenazo se debía a que un inconsciente se había cruzado frente al autobús y no me había quedado otra que frenar en seco para no arrollarlo. Algunos pasajeros se calmaron y se pusieron de mi parte. Otros pedían mi nombre o número de identificación. Yo contestaba a todos, les pedía un poco de paciencia hasta que llegase la ambulancia y los atestados, pero sobre todo me centraba en el anciano, que había recuperado algo de color en la cara y miraba hacia el techo mientras yo le taponaba la maltrecha nariz. Mi cabeza era un torbellino en el que se mezclaban la incredulidad, el susto, la culpabilidad y la alarma. Por descontado, nadie (ni yo lo esperaba) me felicitó por no haber atropellado al motorista. Algunos me grababan con el móvil, enfocándome la cara, como si esperasen que me diese a la fuga en cualquier momento, no sé.
Entonces el anciano hizo un gesto, dándome a entender que ya podía ocuparse él de sujetar mi camiseta, empapada en sangre, contra su cara. Y cuando solté ésta y el hombre bajó la mirada y la enfocó en mí, que lo observaba acojonado, se quitó un momento el trapo de la cara, taladrándome con la mirada más fría que me han dedicado jamás:
-Me cago en tu puta madre.
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La verdad es que nunca he querido ser chófer, o conductor de autobuses. Nunca me lo planteé hasta que se me puso delante. De pequeño, lo primero de todo, quería ser camionero. Más adelante quise pertenecer a un cuerpo de élite: bombero, rescatista, soldado; cualquier cosa que supusiera pertenecer a una brigada de élite. Qué quieres que te diga, soy de los noventa, ¿sabes? Top Gun, Rambo, seguro que te suenan. Quería trabajar como especialista, en algo que solo unos pocos en el mundo pudieran hacer. Salvamento marítimo, lanzándome en helicóptero en medio del mar; socorrista en Venice Beach, esprintando por la arena junto a Mitch Buchanan; bombero, poniéndome el casco a toda prisa y saliendo del parque quemando rueda con el camión mientras la sirena suena a degüello.
Pero la vida es una carambola, un pinball en el que un día estás aquí y otro, sin darte cuenta de cómo ha pasado, allí. Con veinticinco años me vi con todos los carnets de vehículos habidos y por haber, y un verano entré a currar por primera vez como conductor de autobús. Fue entonces, en ese verano de 2015, cuando me sumergí en el oficio de la carretera. Y “ou, mamma”.
No voy a pintar el oficio de conductor como si fuera algo complejísimo, o algo que solo unos pocos pueden hacer. No es así. Todos sabemos lo que es conducir un coche, meterse en una autopista, sortear el tráfico en hora punta en ciudades caóticas. Todos habremos tenido, quien más quien menos, nuestras experiencias al volante: viajes largos, sustos, accidentes. ¿Y qué me decís de esos cambios de señalizaciones en ciertas zonas, que parecen no tener sentido alguno? O los cortes de tráfico por partidos de fútbol, o carreras, manifestaciones, obras. Todos hemos sufrido en la carretera, ¿verdad? Los cambios de dirección, las prisas, los atascazos.
O también… espera, acércate, que esto no lo quiero decir muy alto. Voy a susurrártelo al oído, porque seguro que estás de acuerdo conmigo. Seguro que has tenido alguna experiencia, me apuesto lo que sea, aguantando a…
… los otros conductores.
El que frena de repente, sin motivo. El que tiene prisa y se te pega al maletero, que prácticamente eres capaz de distinguir si lleva lentillas cuando miras por el retrovisor. El que necesita tres carriles para dar una curva. El que va mirando el móvil y conduce haciendo eses. El que lleva puestas las largas aunque sea mediodía en agosto con un sol de justicia. El que se queda parado cuando el semáforo se pone en verde. El que va a pedo burra, pisando huevos, más despacio que el caballo del malo, más lento que una tortuga marcha atrás.
Sin olvidarnos de ese que conocemos todos, el único, el inimitable: el que no usa nunca, jamás, los intermitentes.
El animal mitológico favorito de los conductores de autobús es el conductor que usa los intermitentes.
Lo que hace que el trabajo de chófer sea duro, muy duro, no es solo el tráfico. No es tampoco el hecho de conducir un cacharro grande, enorme, que si no estás al loro se te puede ir de las manos y subirse a un bordillo, o arrastrar lo que sea con el voladizo trasero, o llevarse un retrovisor en un parpadeo. Lo duro es un cúmulo de muchas cosas, un goteo constante, una llovizna suave pero imparable, de esas que al final acaba mojando el ánimo mucho más que una chaparrada o una tormenta puntual. Ocho, nueve, diez horas en la carretera, día tras día, en festivos, navidades, verano, llueva, nieve o vuelen contenedores. Tráfico, semáforos, aglomeraciones. Sustos, gente que se salta semáforos, cedas, señales de stop. Autobuses buenos, malos y peores; cambios de marchas lentos, máquinas incapaces de subir una rampa a más de veinticinco kilómetros por hora, gestos raros del vehículo, imprevistos. Una vez, bajando la cuesta de la Ciudad Sanitaria de Donosti, el autobús en el que circulaba se quedó sin frenos. Así, sin avisar: pisar el pedal de freno era tan válido como silbar, porque el autobús no reaccionaba en absoluto: solo cogía cada vez más y más velocidad. Tuve que jugar con el retárder (el freno eléctrico) y el freno de mano hasta que conseguí parar el cacharro, sudando más que un oso en una sauna.
Pero hay más variables que hacen que este trabajo no sea para cualquiera: no olvidemos que es un puesto de cara al público. De cara, de lado y por detrás, me atrevería a añadir; porque eso es lo que vemos de la gente que se sube al bus. Caras amables, sonrientes, que saludan; caras amargas, indiferentes, que pasan de tu saludo con un gesto de inexpresividad, como si fueras una máquina. Quejas, reproches, dudas en todos los idiomas, mientras conduces, das una curva, se te cruza un niño o el coche de adelante frena en seco. Reclamaciones, agradecimientos, charlas agradables o auténticas brasas que te hacen pensar que la gente vive muy sola, porque contarle al chófer tu experiencia de la mili en Melilla en el 71 un jueves a las ocho de la mañana, y aunque lo escuches con educación, no quita que no sea normal. Pero para un conductor (o conductora, por supuesto) es nuestro pan de cada día.
Y los gritos.
“¡Chófer! ¡La puerta!”
“¡Eh, que no has parado!”
“¡Mujer tenías que ser!” (Sí, en pleno siglo XXI se siguen escuchando estas perlas: preguntad a la primera conductora que os encontréis).
“¡Pon el aire, que nos vamos a asfixiar! ¿No lo ves, o qué? Claro, como tú vas muy cómodo…” Para, cinco minutos después, escuchar: “¡Pero quita el aire, que nos vamos a resfriar!”.
Sé lo que estás pensando. Que sí, que lo sé. “¿Y los chóferes que son unos hijos de puta, qué?”.
Los hay. A paladas. Joder si los hay. Los hay que son unos grandísimos cabronazos, que se merecen, como poco y para empezar, que les quiten el carnet a la voz de ya. Los que van a toda hostia, poniendo en peligro a todo el pasaje. Lo que son tan bruscos acelerando y frenando que te sentirías más a gusto a lomos de un condenado dromedario galopando por las dunas del Sahara. Los que son bordes y amargados como ellos solos, que te cierran la puerta en las narices y se marchan sin pestañear, dejándote con el billete pagado, en la puerta, calándote bajo la lluvia. Los que solo abren la boca para despotricar, para quejarse, para insultar, para crear conflicto, porque tienen la cabeza tan llena de inmundicia que la mierda busca salir por boca, nariz y orejas a la mínima oportunidad. Los que cruzan el autobús para salir de la parada, haciéndote frenar con el coche o la moto y el corazón en la boca. Los que se aprovechan de que llevan el vehículo más grande de la carretera para abusar de los demás, arrinconarlos, no frenar, cruzarse y joder.
Esa gente existe, la sufrimos todos (usuarios y compañeros) y se ha de definir como lo que es: grandísimos hijos de puta. Punto. Que tu trabajo sea duro no justifica que puedas comportarte con temeridad y poniendo en peligro a los demás. Y, si se me permite añadir, tampoco justifica que tengas menos educación que un primate.
Pero el problema viene cuando no lo eres. Indagando en el eterno y complejísimo debate de si el hijo de puta nace o se hace, los conductores profesionales tenemos algo que añadir: el hijo de puta se puede convertir. La vida, las relaciones o el trabajo son capaces de volverte un auténtico cabronazo, y luchar contra ello puede ser la batalla de tu vida. Permíteme exponer mi ejemplo personal.
Toda la vida, desde los diecisiete años, he trabajado de cara al público. He trabajado en bares, puertas y gimnasios. He servido a gente de todo tipo, he tenido jefes buenos, malos y nefastos, he tenido que parar peleas, he sudado, he llorado y he sangrado trabajando; pero nunca he tenido que aguantar tanto como en el asiento del conductor. Nunca he visto que, intentando hacer bien tu trabajo, intentando ser un buen profesional, te lleves las hostias que te llevas siendo chófer.
Me han insultado repetidamente por señalar, educadamente, que no se puede subir con un helado, o comida, o bebida abierta al autobús. Me han intentado agredir porque “llegas demasiado tarde”. Me han llamado niñato, subnormal, gilipollas, maricón, hijo de puta, puto ciego, imbécil. Una mujer me insultó a gritos, mentando a mi madre, padre y antepasados, golpeando asientos y ventanas porque se había confundido de autobús (se montó en la línea 16 en vez de en la 18) y se creía que yo la estaba llevando por otro sitio adrede. Un tipo quiso darme de hostias porque, según él, “en la vuelta anterior no me has recogido y me has dejado en la parada”, y aquella era mi primera vuelta con esa línea. Otro me escupió a la cara porque no había parado en una parada que se le olvidó solicitar pulsando el botón. Un motorista me lanzó un cigarrillo por la ventanilla en un semáforo, sin motivo (esto me lo hicieron un par de veces y, honestamente, hay que reconocer que hay que tener puntería para hacerlo en marcha). Una mujer (esta me hizo gracia, la verdad) me pidió que no arrancase y que esperase a su marido, que llegaba en diez minutos. Cuando le dije que el siguiente autobús de la misma línea salía en escasos cinco minutos y que no podía quedarme allí, me espetó “ojalá tus padres se mueran de cáncer, hijo de puta”.
Y una que me marcó sucedió a los dos años de empezar a trabajar. Era de noche y jarreaba como solo puede llover en Donosti, de lado, con un frío que calaba hasta los huesos. En la parada de la línea de hospitales de calle Urbieta había una madre con su hija pequeña, que no tendría ni cinco años. Abrí la puerta y subieron, la niña con los ojos entrecerrados y la madre histérica, chorreando, caladas.
-Tengo que ir al hospital, es urgente, no encontramos la medicación de la niña y puede ser grave…
-¿Quieres que llame a una ambulancia…?
-No, no, ambulancia no, igual llegamos antes en bus… espera… joder, la cartera… mierda…
-No te preocupes, yo os pago el billete.
-Es que no tengo la cartera, mierda…
-No pasa nada, yo os pago el billete. Pasad.
Las llevé hasta hospitales y no supe más. No me dio las gracias, ni yo tampoco las esperaba. Hay cosas que van en el sueldo, igual que limpiar los vómitos, aguantar los insultos y los desplantes.
Pero a la semana, a mediodía, volví a verlas. La madre y la niña, esta vez sin sustos, sin lluvia y sin prisas. Subieron al bus y saludé a la niña, primero, viendo que estaba bien. La madre me miró, extrañada; pensé que no se acordaría de mí. Quise aclararle quién era:
-Soy el del otro día, el que os llevó al hospital -obvié el hecho de que les había pagado el billete, porque algo así no se dice.
La mujer me miró de arriba abajo, sin atisbo de agradecimiento alguno. Si esperaba alguna palabra cálida de su parte, iluso de mí, la idea se esfumó como polvo en un torbellino. Sus palabras resbalaron como el hielo:
-Yo a ti no te debo nada.
Qué os voy a decir: no me quejo, o no es lo que intento, al menos. No quiero que esto sea un alegato en favor de los conductores, ya que no sufrimos más de lo que puede sufrir cualquier trabajador, sobre todo los que trabajan de cara al público. Los y las cajeras, limpiadoras, psicólogas, taxistas y hosteleras podrían escribir libros con anécdotas parecidas. Pero sí quiero decir algo en favor de mis compañeros. Porque ahora los miro con perspectiva, pues he trabajado de más cosas y he adquirido una mínima objetividad. Miro a mis compañeros chóferes y veo ojos que han visto lo mismo que yo; a veces multiplicado por cien. Ojos que se han abierto por la sorpresa, por el miedo, el susto: ojos que han visto accidentes, atascos, caras de enfado, agresivas, mañanas de tráfico insufrible o noches de clientes borrachos. Ojos que se han entrecerrado por el tedio, por la resignación, por la falta de empatía. Ojos que han visto cómo la vida pasa a través del cristal del autobús, en esa soledad que todos los conductores sentimos, por muy lleno que vaya el vehículo. Ese rún-rún constante de nuestra cabeza, que da vueltas y vueltas mientras la carretera se ancha a nuestro paso. Esos oídos que captan conversaciones ajenas en el bus, los chillidos de los bebés, el cotorreo de las señoras, conversaciones que oímos pero no escuchamos. Esos hombros que al final de la jornada se encorvan hacia el volante, cansados. Esas manos que han trazado mil y una curvas. Esas piernas que se han pasado tanto tiempo sentadas que el hormigueo en isquios y pantorrillas se ha hecho rutinario, cuando al principio, pipiolos todos, nos molestaba y lo combatíamos dando saltitos en el bordillo, en los breves descansos entre línea y línea. Esos pies que han acelerado y frenado un millón de veces, en paradas, semáforos, sustos.
Esas mentes que soportan lo que nadie parece ver, el goteo lento e inexorable que hace que muchos lo dejen, desesperen o caigan en el pozo de la ansiedad, la depresión, el aislamiento o el hijoputismo. Esos que lo soportan y siguen adelante, porque están hechos de otra pasta. Porque no cualquiera puede soportar lo que ellos soportan.
Yo, de pequeño, quería pertenecer a un cuerpo de élite. Y ahora, mirando a mis compañeras y compañeros, me doy cuenta de que entre ellos, sentado a los mandos de un autobús y con la carretera por delante, he pertenecido a uno.
Impresionante relato,en el que yo y muchos compañeros nos hemos visto en bastantes situaciones que relatas,zorionak por el relato.
Gracias por leerme, compañero. Seguro que podrías añadir cientos de anécdotas de cosecha propia. ¡Un abrazo grande!
Impresionante relato. Suscribo una por una tus palabras desde urbanos de Vigo. Es increíble que en todos lados nos suceda a todos lo mismo. Parece la historia de cada conductor/a de autobús de cualquier pueblo o ciudad.
Todo lo resumo en una frase: falta de educación.
Parece poco pero lo es todo.
Ya del trato de nuestras empresas hacia sus empleados no hablamos.
Buen servicio.
Qué honor leerte, que desde sitios distintos vivamos las mismas cosas es para reflexionar, tienes mucha razón… te agradezco mucho que me hayas leído. Estoy seguro de que los kilómetros que nos quedan por delante, sean como sean, podemos enfrentarlos con la experiencia que nos dan estas cosas.
Muy buena descripción de nuestra vida cotidiana…eso sí igual te has pasado un poquito con lo de las 40 toneladas de autobús jajajaja…dejémoslo entre 12 y 18 toneladas aunque el efecto en el motorista hubiese sido el mismo.
Aupa Xabier! Hostia, tienes razón con lo del peso…no sé por qué tenía en la mente esa cifra…aunque alguna vez nos ha pesado la cabeza eso y más . Milesker irakurtzeagatik, espero det laster elkar ikustea! Eutsi!!
Jode tío!! Ke pasada, Ke grandes realidades. No es fácil describirlo tan auténticamente. Un fuerte abrazo y tremendamente agradecido
Eskerrik asko, Koldo! Seguro que podemos hacer un anecdotario en cocheras un placer y un honor compartir oficio
Grande!!!
No sabes la de veces que he pensado en escribir algo asi… pero me falta ese don que tu tienes…
Gracias tío
te echamos de menos!!!
un abrazote
Entre todos podríamos escribir un buen anecdotario; no lo descartemos . Espero verte pronto, que os echo de menos, compañero
Jolín compi, que verdad!! Jamás hubiera imaginado que alguien pudiera explicar tan bien la realidad diaria que sufrimos. Ojalá, estas líneas que has dedicado, sirvan para que la gente valore lo que hacemos.
Sigue escribiendo, aquí estaremos para leerte.
Siempre pertenecerán al cuerpo de élite!!
Un abrazo muy grande
Qué ilusión leerte, Iñigo. Anda que no podríamos compartir anécdotas de autobús, como para escribir un libro. Espero verte pronto, gracias por leerme
Jode tío!! Ke pasada, Ke grandes realidades. No es fácil describirlo tan auténticamente. Un fuerte abrazo y tremendamente agradecido
No lo has podido contar mejor a sido un placer leer el día día q sufrimos los choferes y que hoy he visto reflejado en palabras un abrazo
Gracias por tus palabras, tío. Es un placer compartir la carreterq y aprender de gente así
Osti Ibón ,los pelos de punta , no he podido ni pestañear hasta acabar , suerte en tu nueva etapa , grande , emocionante , Mila esker.
Jode milesker Egoitz!! Me hace ilusión pensar que hablo por todos! Quien más quien menos se ha visto en más de una así en un bus. Ea elkar ikusten garen!! Un abrazo grande!
Puto amo y +1000000000000000000
El hijo de p*** se hace, nadie nace siéndolo. Cuando naces no le dicen a tu madre es rubio, pesa cuatro kilos y es un hijo de p***.
Jajajajajjj
Pero a alguno ya se le ve en la mirada desde que nace!! Como siempre, qué razón llevas…
Si no fueran por esos frenazos, motoristas como erizos en la carretera caerían!!! Pero la culpa del cambio climático hasta los choferes del bus la tenemos!!! Aurrera ekipooooo!!!
Culpa nuestra por no tener 7 ojos y predecir el futuro…!
Uffffff… Ibon… Benetan… Lo has clavado de principio a fin.
Eres una auténtica eminencia en contar al mundo lo que se vive y se experimenta detrás del volante y de la mampara.
You are my fucking Máster!!!
And you know it!!!!
Sigue así crack!!!
El máster eres tú! Todavía recuerdo una mañana que te dieron el horario en ventanilla, dos turnos en la línea 5, y saliste hacia el parking haciendo los cuernos de Rock’n’Roll con la mano y diciendo “se van a cagar”!! Ídolo!!
Kaixo
Aparte de felicitarte por el relato, me gustaría compartir mi experiencia personal. Después de trabajar de guardia municipal pasé a trabajar de bombero. Pués bien, una de las cosas que más me llamó la atención fué la actitud de la gente. Al bombero siempre se le agradece lo que hace trabaje bien, o no tan bien. El trabajo de guardia municipal, o confuctor en vuestro caso, es juzgado de una manera muy diferente. Animo a todos!
Qué razón tienes. Estoy trabajando de bombero y suscribo cada coma; hagamos lo que hagamos, bien o mal, somos los buenos.Como decía un compañero, “en estos oficios (refiriéndose al de conductor o policía) quedamos como el árbitro al que le insultas aunque haga bien su curro…”
No puedo estar más de acuerdo, compañero. En mi opinión, no lo has podido describir mejor.
Gracias, por hacer visible nuestro trabajo, a veces, agradable, aunque, cada vez menos.
Y la mayoría de las veces un tanto desagradable, por la actitud de muchos usuarios, que creen que somos el saco de los golpes, en el que poder descargar sus frustraciones.
De hecho, estoy de baja por ansiedad, y la verdad, que cada vez, se me hace más duro ir a trabajar.
Eskerrik asko, lankide!
Gracias por leerme y por tus palabras, compañero. Aquí tienes a uno que también estuvo como tú por la ansiedad. Y, siendo un ignorante y sin querer darte lecciones, solo quería decirte que el hecho de expresarlo ante los demás te hace muy valiente. Por eso no me cabe duda de que lo combatirás y lo superarás, pero no te metas prisa. Paso a paso, batalla a batalla.
Un abrazo muy fuerte, eta milesker!
Zorionak!!!!!!!!
Muy muy bien
Muy bien relatado y muy bien descrito
Me encanta como escribes
A la próxima te metes a nuestro grupo y así ves los toros desde otra barrera…….fliparías!!!!!!!!
Pero
Lo más importante…… enhorabuena por tu relato, por tu buen escribir
Sólo alguien GRANDE puede llegar tan profundo
Zorionak
Gracias por el comentario, amigo. No me imagino lo que puede ser verlo desde vuestra perspectiva…¡total admiración!
Me ha hecho mucha ilusión tu mensaje.
Un abrazo grande
Que reflexión tan auténtica.
Bravo, bravo y bravo.
Me ha encantado esta fotografía escrita de un conductor de autobús, o conductora.
Un fuerte abrazo.
Gracias, compañero. Se podrían escribir cientos de relatos con las anécdotas de cada uno. Un placer compartir las mías con vosotros.
Como siempre hay otra cara de la moneda, pero sin olvidar que el conductor es solo uno y los pasajeros muchos. No me atevo a decir si en proprción hay más pasajeros malos que conductores malos. No lo sé.
Hola,soy teyas, empezaré diciendo que soy mujer de un conductor y aunque sé muchas anécdotas,leerlas me ha hecho ver el gran trabajo qué hacéis,como tú dices sois muchos y hay de todo ,pero sé que lo que más hay son buenas personas que intentan hacer bien su trabajo.Tambien deciros a tod@s que hay muchos usuari@s que os esperamos día a día porque formáis parte de ella.Muchisimo ánimo a tod@s.El mundo es un mar de fuegitos ,unos brillan más que otros, tú eres de los que brilla para iluminar desde el corazón.Tu relato está escrito desde el corazón,sin rencores y eso es muy difícil de encontrar.Solo alguien que pertenece a un cuerpo de élite lo lleva de serie..Un saludo y sigue escribiendo,me encantaría volver a leerte.
No sabes la ilusión que me ha hecho tu mensaje. Es como dices, y sinceramente, no sé si escribo bien, mal o peor, pero te aseguro que escribo desde el corazón. Y te agradezco enormemente que me hayas leído con el tuyo.
Hola,soy teyas, empezaré diciéndote que soy mujer de conductor y aunque sé muchas anécdotas,leerte me hace apreciar mucho más vuestro trabajo.Como tu bien dices,sois much@s y sí,hay de todo pero yo creo que lo que más hay son personas que van ha hacer su trabajo lo mejor que saben y y deciros también que somos muchas las personas que nos alegra saber y ver qué estáis ahí día a día porque formáis parte de ella.Sois como la vida,un mar de fuegitos,unos solo alumbran ,otros chisporrotean dejando todo lleno de cenizas y otros como tú que alumbran el corazón de las personas al verte.Gracias por escribir desde el corazón sin un ápice de rencor.Me encantaría volver a leerte,ha sido genial,un buen relato.Un abrazo.