COMISARÍA DE LA ERTZAINTZA, LAKUA, VITORIA-GASTEIZ. 30 DE SEPTIEMBRE DE 2021.

El comisario Santiago Barrón mira por la ventana de su despacho mientras el suboficial Álvarez le resume los acontecimientos de la pasada noche con tono serio, profesional:

-Se ha puesto a gritar como un energúmeno, golpeando los barrotes de la celda con la cabeza, diciendo que quería “decir la verdad”. En resumen, que ha cambiado toda su confesión.

El comisario se ajusta las gafas sobre la nariz.

-¿Éste es el que se lio a tortas ayer en la plaza del Machete? ¿El que se hace llamar Ronaldinho?

-El mismo. Pero no ha hablado sobre la pelea de la plaza del Machete, si no sobre lo que sabe del caso de Cerrojo y Sáenz de Ayala, el abogado. El caso del “Kung Fu”.

Barrón suspira, echándose atrás en el asiento.

-¿Y qué dice ahora? -preguntó.

-Pues ha habido bastante lío, porque el detenido que tenemos en la celda 2 se ha puesto como loco al oír que el tal Ronaldinho quería confesar. Parecían dos perros de pelea, separados por los barrotes.

El comisario alza las cejas, impaciente. El suboficial continúa:

-El tal Ronaldinho ha venido a decir que todo es una farsa, que todo esto de la detención del tal Cerrojo y Ayala es un complot orquestado por el mismo abogado Sáenz de Ayala y su guardaespaldas, el señor Basterra.

-¿El guardaespaldas no declaró también, ayer?

-Así es. Lo que nos ha hecho dudar es que Ronaldinho ha adjuntado unas grabaciones donde se le oye al guardaespaldas hablar sobre lo que tienen que decir cuando lo detengan; se les oye discutiendo la versión de cada uno…

-¿Tiene aquí esas grabaciones?

El suboficial asiente, pasándole un USB a su superior. Éste lo enchufa en su ordenador mientras sigue escuchando a Álvarez.

-Es un vídeo, al parecer gabado por Ronaldinho. Sale un poco mal, pero en un momento dado se ve que es Basterra el que habla. Están en el despacho del abogado Ayala, el que tiene en calle Dato; se ve la ventana y la mesa del escritorio.

-Ya veo, sí. ¿Habéis transcrito lo que dicen?

El suboficial le alarga una carpeta de color crema.

-Aquí lo tiene.

El comisario lee con atención el contenido de la carpeta mientras escucha de fondo la grabación de Ronaldinho, que parecía discutir con Basterra los pormenores de la declaración de cada uno.

-Esto cambia un poco las cosas. Precisamente hoy viene el juez para dejar en libertad a Ayala -comenta el comisario mientras lee las declaraciones con gesto adusto.

El suboficial Álvarez carraspea.

-Bueno, señor, esta confesión del mendigo nos complica un poco las cosas. También ha confesado haberle mandado un mensaje al preso de la celda 2, el sospechoso de ser el abogado Ayala. Hemos revisado las cámaras y tiene razón; cuando bajamos a Ronaldinho a los calabozos, aprovecha un descuido del agente a su cargo y parece lanzar algo, tal vez un mensaje en papel, al interior de la celda 2.

El comisario Barrón suspira, cansado.

-El cambio en la confesión de un indigente alcohólico y un vídeo en el que se muestra cómo lanza algo a una celda no es suficiente para cambiar la versión oficial, Álvarez. A todos los efectos, el hombre que tenemos encerrado es Gabriel Sáenz de Ayala, y ha sido retenido ilegalmente. Tendremos suerte si…

-Permita que le interrumpa, comisario. Espere a ver la última parte de la grabación, por favor.

En ese mismo momento, en la pantalla de su ordenador se escucha una tercera voz que se une a las de Basterra y Ronaldinho. Una voz que el comisario conoce de sobra, pues fue compañero de facultad de su autor, hace ya unas cuantas décadas. En la grabación (la imagen muestra unos pies calzados con zapatillas de distinta marca y color) se escucha perfectamente la engolada voz del que fue su amigo, con su característico tono autoritario, dirigiéndose al hombre que grababa aquella conversación a hurtadillas:

-Está todo claro entonces, ¿sí? Fácil y sencillo. Y no la caguéis y os echéis para atrás, ¿eh? No lo digo por ti, Basterra, si no por el colega, aquí presente. ¿Me oyes, colega? Damos el cambiazo, hacemos el paripé unos días, y a cobrar. Y luego yo me ocuparé de sacarte de la cárcel y de invitarte a un chuletón, y seguido te presento a unas amigas que tengo yo en el Guria, ¿te parece? Para pasar el mal trago. Es un club de señoritas, ¿sabes lo que es eso? Claro que sí, ya me imaginaba… Por cierto, me suena tu cara, ¿te conozco de algo? Esa camiseta del Barça está un poco vieja, ¿no crees…?

El hombre que graba parece negar apresuradamente, murmurando algo que suena a “vengo de fuera”. La grabación, al parecer realizada con la cámara de un teléfono muy viejo, se mueve erráticamente. En un momento dado enfoca fugazmente al hombre que hablaba y parecía manejar todo: un hombre impecablemente vestido con un traje azul oscuro de Armani, con la fiera barba perfectamente recortada y la melena echada hacia atrás con fijador.

“Gabriel Sáenz de Ayala”, piensa el comisario Barrón, cerrando la carpeta lentamente. Su mirada bajo el poderoso ceño fruncido es un enigma para el suboficial Álvarez, quien lo observa disimuladamente desde el otro lado del escritorio.

“Cuanto tiempo, amigo mío…”

El comisario se ha mantenido en un aparte de la investigación: el motivo era que no quería incidir en un caso que afectaba a quien había sido su amigo y conocido. Pero las grabaciones de los interrogatorios, en los que le sorprende ver el tatuaje en el antebrazo izquierdo del supuesto abogado (su antiguo compañero de facultad era conocido por odiar a todo aquel que se dejase tatuar: consideraba los tatuajes poco más que “marcas de presidiarios”), unidas a esa última confesión por parte de Ronaldinho lo hacen dudar. No dudar de si su excompañero es o no quien se encuentra detenido en aquellas dependencias, no. Santiago Barrón dudaba, hasta hace poco, de cuándo sería capaz Gabriel de pisotear la línea que separa la ley de la delincuencia. De cuándo sus ansias de poder, de lujo y su constante pelea contra quienes lo acusan de evasión de impuestos y blanqueo de capitales, entre otras cosas, traspasaría la línea del delito. Y en ese momento, en ese exacto momento, a Barrón le desaparecen todas las dudas.

 El comisario alarga la mano al teléfono que descansa en una esquina del escritorio, impaciente. Descuelga el aparato con un latigazo, prácticamente incrustándoselo en la oreja. Su orden es seca y directa:

-Ponme con la comandancia de la Guardia Civil de Zaragoza -mientras espera con el teléfono en la oreja se vuelve hacia Álvarez, que observa todo sin mover un músculo -. Suboficial, quiero que hable con el juez. Quiero una orden de detención contra el guardaespaldas de Ayala, el tal Basterra. Y la quiero ya.

DESPACHO DEL ABOGADO GABRIEL SÁENZ DE AYALA, EN CALLE DATO. 17:15 DE LA TARDE DEL 30 AGOSTO DE 2021: UN MES ANTES DE LOS ACONTECIMIENTOS ANTERIORMENTE NARRADOS.

Iñaki Basterra se masajeaba el pectoral derecho, sobre la camisa blanca impoluta, con gesto de molestia. Estaba sentado frente al escritorio de su jefe, el abogado Sáenz de Ayala, en una cómoda silla de cuero negro, con los pies descansando sobre una alfombra persa que parecía limpiarle las suelas de sus lustrosos zapatos negros acabados en punta.

-Ese cabrón me ha hecho una carnicería tatuándome, joder -refunfuñaba el hombretón, de casi dos metros de altura, sin dejar de masajearse la zona dañada.

Una risa queda se coló desde el baño adjunto al despacho. La figura del abogado Ayala salió por la puerta camino de su asiento tras el enorme escritorio, secándose las manos con una toalla blanca.

-No te quejes tanto, Basterra -ordenó en tono de chanza, lanzando la toalla sobre el escritorio.

Basterra frunció el ceño.

-Todavía no entiendo por qué he tenido que dejarme tatuar por un puto indigente que huele a mierda…

Ayala lo miró desde arriba, parándose a su lado, aprovechando que su guardaespaldas estaba sentado, para ofrecer una imagen de poderío sobre él.

-Por la misma razón -dijo bajo su fiera barba entrecana – por la que no estoy en un puto yate en el Caribe, con un copazo en la mano y la boca de una cubana entre las piernas. Cojones.

Basterra, algo picado por el exabrupto, bajó la cabeza. El abogado dio la vuelta al escritorio, cogiendo su chaqueta del perchero que quedaba tras su butaca. Se la puso con cuidado de no arrugarla. Aquella tarde de agosto vestía unos finos pantalones de lino color crema, una camisa ligera de color azul marino y una chaqueta del mismo tono que los pantalones. Miró el sombrero que descansaba en lo alto del perchero, sopesando la posibilidad de ponérselo, pero desechó la idea. Prefería lucir su característica cabellera leonada por el centro de Vitoria. Era su marca personal.

-Venga, no te pongas de morros -dijo, dirigiéndose a su escolta mientras se ajustaba la corbata -. Yo también he tenido que dejarme pinchar por ese despojo. ¡Y además en el antebrazo, que se ve mucho más! Pero recuerda por qué estamos haciendo esto. Es nuestro billete para salir de esta puta ciudad y sentarnos con los peces gordos de una puta vez.

-Lo sé, jefe. Disculpe -murmuró Basterra, como un mastín que agacha la cabeza frente a su amo.

-Además, soy yo el que se va a pasar unos días en el calabozo. A saber qué clase de mierda me dan para comer. Tú, en cambio -se había acercado a su subordinado, hablándole otra vez desde arriba -, tú solo tienes que declarar que yo soy yo. Que soy el que está detenido en Vitoria, que no tienes duda alguna; todo eso, ya sabes. Ni siquiera vas a mentir, joder. No pongas esa cara, anda.

Basterra carraspeó, intentando envalentonarse para preguntar algo que le reconcomía desde que su jefe ideó todo aquel plan.

-Pero, señor…disculpe que se lo pregunte… ¿ha pensado ya a dónde iremos…o irá usted… cuando todo se aclare?

Ayala, que había sacado su móvil y lo consultaba con las cejas alzadas, giró la vista lentamente hacia Basterra, guardándose el aparato otra vez en el bolsillo.

-¿Te preocupa algo, Basterra?

El hombretón volvió a carraspear.

-Bueno, es todo este plan. El tener que hacernos un tatuaje igual, el que vaya usted a hacer el cambiazo con ese…indigente… el qué pasará luego…

-A ver, chavalote, cálmate un poco. Ya lo hemos hablado todo. Lo del tatuaje es para despistar. Mi objetivo es pasarme la mayor cantidad posible de tiempo en los calabozos de la Ertzaintza, e incluso pasar a disposición judicial; aunque eso me complicaría las cosas. Para eso son los tatuajes; además de un símbolo del pacto que hemos hecho con esos dos harapientos de las pelotas. Un símbolo de compromiso, ¿entiendes? Si paso varios días allí, encerrado ilegalmente mientras tú y el mendigo del Barça no paráis de decir que soy yo, Gabriel Sáenz de Ayala, el que está encerrado ilegalmente, tendré a la policía y al juez cogidos por los huevos. Con eso me quitaré todas estas mierdas de deudas y lo de las cuentas en las Caimán; acuérdate de eso, Basterra, que a ti también quieren empapelarte.

-Lo sé, jefe…

-Pues deja de dudar tanto, coño. Lo estoy haciendo por nosotros. Si nos sale bien, y nos va a salir bien, serán tres días de calabozo y una salida de allí por todo lo alto, con amenazas de litigios contra todo quisqui. Llegaré a un acuerdo con el juez y me dejarán en paz; y, además, cobraremos un pastizal por el robo de las joyas y el dinero que tengo aquí.

-Pero… -el guardaespaldas se irguió un poco en la silla –, entonces, ¿va a declarar contra el Kung Fu? ¿No acabamos de dejarnos tatuar por ese indigente para contar con su ayuda y su confianza…? Si quieres…perdón, si usted quiere cobrar el seguro, tendrá que denunciar al mendigo…y acaba de decirle hace un rato que usted mismo le ayudará a rebajar su condena…

Ayala se carcajeó, mirando hacia el techo. Se puso en cuclillas, confidente, al lado de la silla en la que se sentaba Basterra. El abogado le puso una mano fuerte, surcada de venas, en el antebrazo.

-Escucha, Iñaki. Esa gente, el Kung Fu, el del Barça…esa gente es escoria. Basura. No lo digo despectivamente ¿eh? Este mundo se divide entre lobos y ovejas. Mírame bien: mira este despacho. Mira tu puto traje, coño; tus zapatos, tu reloj. Dime, ¿quieres seguir viviendo así? ¿Quieres un Mercedes, un Maserati, un Porsche en el garaje? ¿Quieres cenar todos los viernes en el Portalón, comer los domingos en el Arzak…? ¿Te gusta tener los sábados por la noche tu mamada y empotrarte a alguna del Guria? Sí, ¿verdad? Yo también lo quiero, Basterra. Y quiero que tú estés a mi lado. Porque somos lobos, ¿lo entiendes? Y esta gente, estos que nos van a ayudar a conseguir nuestro objetivo, no son más que ovejas. No tengo nada contra ellos, pero no tienen las capacidades que nosotros tenemos. ¡No son capaces de conseguirse ni un trabajo, joder! Así que lo que te pido, y sé que nos es fácil -el abogado se acercó al guardaespaldas, bajando el tono de voz -, lo que te pido es un voto de confianza. Vamos a pegar un pelotazo, Basterra, que nos va a catapultar al siguiente nivel. Madrid, Barcelona…despachos más grandes, coches más grandes, ¡putas con tetas y coños más grandes! Y todo esto a solo un mes de distancia, Basterra. Un mes y estaremos ahí -Ayala cogió la cabeza de Basterra entre ambas manos, mirándolo directamente a los ojos -. Te necesito entero, amigo. Con dos cojones. ¿Sí?

El guardaespaldas miró aquellos ojos de tiburón. Dejó de dudar.

-Sí, jefe.

-Ése es mi chico.

-Puede confiar en mí.

-Pues claro que sí, hijo. No lo he dudado. Vamos a tomarnos algo.

Se pusieron ambos en pie, poniendo distancia entre ambos. Aquel momento de camaradería no era común, y necesitaban volver a sentirse como auténticos hombres, como buenos machos. Se colocaron bien las chaquetas y salieron del despacho, cerrando Basterra tras de sí con un fuerte portazo. Bajaron las escaleras de mármol blanco y salieron al exterior, colocándose las gafas de sol en cuanto pusieron un pie en la calle.

-¿Dónde has dejado el coche? -preguntó Ayala, recobrando el tono marcial, seco, acostumbrado a dar órdenes sin asomo de empatía.

-En el parking de la estación de tren -contestó Basterra, siempre un paso detrás de su jefe.

-Joder, ¿no había un sitio más lejano? Ya sabes que odio pasar por Dato cuando está lleno de gente…tanto niño, todos esos putos indigentes… -dijo el abogado con cara de asco.

Echaron a andar calle arriba, con sus pasos resonando por el centro de la amplia calle. En un momento dado, cuando pasaban a la altura del monumento del Caminante, se cruzaron con una joven morena, de aspecto latino, bien vestida y con la lustrosa cabellera caoba ondeando tras de sí. Ayala, que apenas había reparado en sus facciones (caminaba con la mirada en lo alto, como si no se dignase a observar a los transeúntes que lo rodeaban), se dio la vuelta cuando pasó por su lado, admirándola por detrás, de arriba abajo.

-Vaya material, ¿eh? -comentó, sonriendo con sorna a Basterra, que le devolvió la sonrisa sardónica mientras miraban a la mujer alejarse entre el gentío.

MOMENTOS ANTES EN CALLE DATO, VITORIA-GASTEIZ. 30 DE AGOSTO DE 2021.

La joven estudiante de periodismo sorteó las vías del tranvía segundos antes de que éste, con su característica bocina de campanillas, pasase a su espalda, con el conductor gesticulando, airado, en dirección a la muchacha.

-Yo también te quiero, guapo -le espetó Nadia Fernández, echando un vistazo alrededor.

La calle Dato de Vitoria, el centro neurálgico de la ciudad, bullía de actividad aquella soleada tarde. Se veían las terrazas llenas de gente tomando algo, niños jugando por alrededor, cuadrillas de jóvenes que iban de aquí para allá, parejas que paseaban o se iban de compras. Nadia, joven, bajita y de figura delgada, con gruesas gafas de pasta y su melena de flequillo recortado algo despeinada, se encaminó, con un andar perezoso y sin rumbo fijo, hacia la estatua del Caminante. A los pies del gigante reconoció a una figura familiar, sentada bajo la escultura, que fumaba un pitillo al lado de un carrito del Eroski lleno de cachivaches

-¡Eh, Kung Fu! ¿Qué tal, tío? ¿Te acuerdas de mí? -le preguntó Nadia a la figura del suelo con tono risueño.

El hombre que yacía bajo el Caminante alzó los ojos. Guiñaba uno de ellos, deslumbrado por el sol, pero se adivinaba un color grisáceo en la pupila, bajo unas greñas entrecanas y una descuidada barba que le hacían parecer un vagabundo del desierto. Tenía los pómulos marcados y un color de piel muy moreno, lo que unido a su cabellera y la barba le daban un aire a gitano del Sacromonte. Vestía una viejísima y ajada chaqueta parda con la cremallera rota, y bajo ella se entreveía una camiseta amarilla que rezaba “Enter the Dragon”, con la figura de Bruce Lee con el torso desnudo en posición de ataque, que parecía tener más años que su portador. Completaba su atuendo con unos pantalones largos de camuflaje llenos de parches y lamparones y unas botas negras Doc Martens cuarteadas y descoloridas.

El vagabundo sonrió, provocando que su cara se llenase de arrugas de la risa y achinando muchos los ojos.

-¡La chica del parque! ¿Qué tal estás, maja? -preguntó con su característica voz ronca y a grito pelado, provocando que la mayoría de los transeúntes de la zona girasen la cabeza, sobresaltados.

Una noche, tres semanas atrás, Nadia había salido de fiesta con su cuadrilla en las fiestas de Vitoria. Se lo estaba pasando realmente bien, bailando con los conciertos de la plaza de los Fueros y las Txosnas, y conversando por los bares de la calle Cuchillería; pero llegado un punto de la noche se sintió algo mareada (es posible que los chupitos de Jägermeister en el bar Txapeldun tuvieran algo que ver) y decidió irse a casa dando un paseo. Necesitaba airearse; no quería tumbarse con la sensación de que la cama le daba vueltas. Iba pensando en tomarse un Cola Cao calentito en cuanto llegase a casa cuando, a medio camino, pasado el Parlamento Vasco y mientras veía las oscuras siluetas de los árboles del parque de la Florida a su derecha, avistó a una cuadrilla de jóvenes sentados en un banco, un poco más adelante. Eran cinco tíos, parecían mayores que ella, y le echaron el ojo a medida que se acercaba. Nadia bajó la cabeza y apresuró el paso, rogando que no reparasen en ella. No es que tuviera nada contra ellos, pero no le gustaba sentirse vulnerable de camino a casa. Cuando llegó a la altura del banco donde se encontraban, como si quisiera confirmar sus sospechas, uno de los jóvenes saltó del asiento, interponiéndose en su camino.

-Yo me pido ésta -dijo, volviendo la cara hacia sus amigos con gesto de chanza.

El aliento le olía a alcohol fuerte. Nadia intentó sortear al joven, pero el tipo se interponía constantemente en su camino, como si fuera un juego muy divertido. La muchacha, cansada, se quedó quieta y, aprovechando que el tipo se paró justo frente a ella, lo apartó de un empujón a un lado e intentó seguir adelante. El tipo le agarró violentamente del brazo.

-¿Pa’ qué empujas, zorra…? ¿Te he hecho algo? -le gritó a escasos centímetros de la cara, salpicándola de saliva. La presión de su mano en el brazo de Nadia no bajó un ápice; le estaba haciendo daño. Los demás jóvenes del banco se pusieron en pie, rodeándola. Nadia, asustada, captó sus expresiones, sus miradas de avidez, de ganas de liarla. Tendrían alrededor de veinticinco años; ella contaba veintidós.

-¡EH! -un grito surgió de entre los árboles del parque, colérico. Una figura de pelo enmarañado apareció entre las sombras con andares apresurados, enérgicos.

Los jóvenes se volvieron hacia el desconocido. Éste parecía haber salido de una alcantarilla: ropa vieja, sucia, y una barba larga y desgreñada bajo un gorro de lana. El aspecto del mendigo habría sido deplorable de no entreverse un brillo fanático, casi suicida, en las dos pupilas que parecían brillar en la oscuridad.

-¿Cinco contra uno? -el mendigo tenía una voz ronquísima y hablaba a gritos. Se fijó bien -. ¿Cómo…? ¡Cinco contra UNA! ¡Ja!

Se despojó de la chaqueta con gestos torpes, enredándose un brazo con ella y dando vueltas sobre sí mismo. También se quitó el gorro de lana, lanzándolo a un lado y adoptando una pose que asemejaba al ataque de una grulla, con los brazos alzados a ambos lados y la rodilla derecha levantada a la altura del ombligo. Empezó a gritar, muy alto y muy agudo, en un idioma desconocido para los allí presentes. Los jóvenes, envalentonados al principio, empezaron a dudar.

-Tío, es el mendigo pirado ése…

-El que va de karateca…mejor que le den por culo…

-Yo me piro…

-¡Wataaaaaaa…! -gritaba el vagabundo, moviendo los brazos y lanzando patadas al aire.

Los jóvenes que rodeaban a la muchacha hicieron gesto de marcharse, aunque uno de ellos todavía sujetaba a Nadia del brazo. Ésta, furiosa, intentó desasirse con un rápido gesto, pero el tipo la tenía bien agarrada. Sin pensarlo, la chica le soltó un tortazo, ¡plaf! que resonó por todo el parque.

El tiempo pareció pararse. Los cinco chicos, que hacían ya amago de irse, se volvieron hacia la muchacha; incluso dieron un paso hacia ella, furiosos. Pero, rápido como un relámpago, la figura del mendigo se interpuso entre ellos y Nadia. Se cuadró, marcial, realizando una respetuosa inclinación en el característico saludo japonés, digno de un samurái, hacia los jóvenes.

Morituri te salutant -recitó, solemne, hacia los tipos. Se giró hacia Nadia, guiñándole un ojo y sonriéndole con la boca llena de agujeros y dientes de plata.

De improviso, de su pantalón sacó unos nunchakus de madera (dos palos unidos por una cadena) y empezó a agitarlos en complejas florituras, moviéndolos con destreza de mano a mano pasando por axilas, cintura y entre las piernas mientras profería agudos berridos que asemejaban a un macaco jugando con sus congéneres en estado de éxtasis. Los chicos, asustados ante la algarabía y las acrobacias beodo-marciales del mendigo, salieron por patas en dirección al centro de la ciudad. El Kung Fu los siguió, corriendo furibundo tras ellos mientras echaba espumarajos por la boca y agitaba los nunchakus sobre su cabeza como si fueran las hélices de un helicóptero.

Cuando se repuso del susto, y con la palma de la mano derecha todavía caliente por el sopapo que le había arreado a uno de ellos, Nadia retomó el camino a casa.

De aquello habían pasado casi veinte días, y para entonces Nadia había empezado el tercer curso de la carrera de periodismo en Bilbao. Como comienzo de curso, en una de las asignaturas les habían pedido un trabajo de entrevistar a algún personaje conocido de su entorno. La muchacha sonrió hacia el mendigo, viendo como éste proyectaba con un chasquido de dedos el cigarrillo consumido hacia la papelera más cercana.

-Me va bien, Kung Fu, me va bien. Había pensado en invitarte a un café o una birra, si quieres. ¿Te apetece? -propuso Nadia.

El mendigo, mirando a ambos lados de la calle, asintió con un gesto, guiñando el ojo.

-Venga, te sigo.

Se dirigieron a la terraza más cercana. Las sillas y las mesas eran de color metálico, y parecían algo frías, lo que agradecieron en aquella calurosa tarde. Nadia hizo el amago de ir a pedir, pero el Kung Fu se le adelantó.

-¡CAMAREROOOO! -vociferó desde la silla.

Nadia lo mandó callar, avergonzada.

-Shh, ¡calla! Aquí no hay servicio de terraza, hay que pedir dentro. Dime qué quieres, y te lo traigo.

-Ah vale. Pues una birra, si pue’ ser.

-Claro.

Nadia volvió al cabo de pocos minutos, abriendo su mochila después de dejar sobre la mesa una caña y su café con leche con hielo, en vaso.

-A ver, Kung Fu, quiero hacerte una propuesta, pero no quiero que te enfades.

El mendigo la miró con el ceño fruncido. Nadia continuó:

-Tengo que hacer una entrevista para la universidad, y me he traído la grabadora. Nos han pedido que hagamos una entrevista clásica a alguien que conozcamos, y a mí se me ha ocurrido que tú…

-¿Eres periodista? -preguntó el hombre, interrumpiéndola.

-Bueno, estudio periodismo, sí.

-¿Quieres ser periodista?

-En realidad -Nadia pegó un sorbo al café -lo que quiero es ser escritora. Si me sale trabajo de periodista, bienvenido sea, claro…

El Kung Fu alzó ambas cejas, interesado.

-¿Escritora?

Nadia asintió.

-Aham. Escritora de thriller y suspense.

En la cara del Kung Fu asomó media sonrisa, enigmática. Nadia sonrió.

-¿Qué te hace tanta gracia, Kung Fu? Si no quieres, no hacemos la entrevista; solo quería agradecerte que me ayudaras el otro día…

El mendigo hizo un gesto con la mano derecha, como si ahuyentase a una mosca.

-No, no, no. Nada de eso. El otro día te defendiste muy bien tú sola. Y, si quieres entrevista, hacemos la entrevista. Pero antes tengo algo mejor que ofrecerte -el hombre parecía meditar, con esfuerzo -. Una idea para tu primer libro.

-¿Una idea para mi libro? Si todavía no he empezado a escribir…

-Mejor toavía’. Tengo una historia para cuando acabes la carrera. Todavía no la puedes contar, claro…me tienes que dar tu palabra sobre ello.

Nadia soltó una carcajada.

-¿Vas a regalarme una historia para que escriba un bestseller?

El Kung Fu se reía también, quedo, entre la barba y la boca desdentada.

-Estoy preparando el atraco del siglo, chiquilla. Si te lo cuento, podrás publicarlo en cosa de un año, y te prometo dos cosas -alzó un dedo -: será una historia real, y -alzó otro dedo -nunca has visto nada parecido.

Nadia hizo una mueca con la boca arrugando la barbilla, impresionada. Dejó la grabadora que estaba a medio sacar de la mochila otra vez en su sitio. Sacó un bloc de notas con un bolígrafo.

-No te hará falta eso tampoco -seguía riendo el mendigo -. Tendrás todos los apuntes que quieras en los periódicos.

La joven volvió a dejar el bloc en la mochila.

-Pero… -Nadia fruncía el ceño, extrañada -. Si lo que me cuentas es cierto…por lo que parece… ¿va a ser algo ilegal?

El Kung Fu hizo un gesto ambiguo con la cabeza, encogiéndose de hombros. Miraba un punto fijo sobre el hombro de la chica.

-Quiero que se sepa lo que pasó… y lo que va a pasar -murmuró bajo la barba.

Nadia, impaciente, hizo un gesto con los brazos, invitando a su amigo a hablar. El indigente entrecruzó los dedos de ambas manos y estiró los brazos sobre su cabeza, como si calentase antes de hacer ejercicio. Después cogió la caña de cerveza y, de un solo y lento trago, se la bebió entera. Dejando la jarra con un golpe sobre la mesa, señaló con un dedo a Nadia, misterioso.

-Esta es mi historia.

“¿Conoces al abogatis Gabriel Sáenz de Ayala…? Seguro que sí. Es el que sale en los periódicos. El que defendió a aquel torero sevillano que había pegado a su parienta… ¿sabes quién te digo, no? El que sale con modelos y toda la pesca. Ése. Pues resulta que está al borde de la quiebra, el cabrón. Como lo oyes. No, no me lo invento; me lo ha dicho él mismo. Me lo crucé una tarde; bueno, pasó con su gorila por la calle San Antonio, sí, justo ahí, donde yo estaba pidiendo una limosnita, que llevaba unos días sin comer. Pues pasó por al lado, y le dije ‘tú y yo somos como dos gotas de agua por fuera, millonetis’, y el tío se quedó con la copla. Lo dije sin más, porque se me cruzó la vena, ¿me entiendes? Porque tenemos un aire, con la nariz así como pa’ un lao’ y la barba y el pelo del mismo color. Pero el tío se me quedó mirando un rato, parao’, y luego se fue, pero me seguía mirando. Al día siguiente vino su gorila, el armario ése, y me invitó al despacho del abogatis. El despacho está ahí delante, encima de la tienda esa de sujetadores, que siempre ponen la foto de alguna pechugona de toma pan y moja. Pues encima, justo. Un pisaco que alucinas, chiquilla. Muebles de madera de Tombuctú, por lo menos, con rebordes de oro y todo. Me invitaron a un ‘Nes-pre-sso’, que me sentó como una patada y casi me cago encima, pero eso es otra historia. Pues me senté enfrente del Gabriel, que estaba repantigado ahí en su trono detrás del escritorio, y me contó un poco la movida. Me dijo que tenía deudas por tos’ laos’, que unos usureros le querían desplumar, que si unas cuentas en las islas no sé qué, que él no tenía la culpa pero que si los impuestos; no sé, unas movidas tochas de abogados corruptos, ¿me entiendes? Y yo haciendo así, como que me enteraba, mientras miraba las piernas de la secretaria de al lao’ y al gorila, que no me quitaba ojo, Basterra creo que se llamaba. Total, que el Ayala acaba, se enciende un puro y me dice: ‘tú me vas a ayudar a dar el golpe del siglo’. Y yo me quedo así, con cara de esnortao’, ¿sabes? Y me dice, me dice el tío: ‘vamos a montar un tinglado para cobrar el seguro de este sitio, que es donde tengo todo mi patrimonio (patrimoño), y tú me vas a ayudar, Kung Fu. Porque nos parecemos y podemos dar el pego, ¿sí?’. Y yo dije: p’alante, claro que sí, compadre. ¿Pero qué gano yo? Y el Ayala me dice que me va a pagar cien de los grandes, imagínate, cien mil pelas, bueno, euros, ya sabes. Total, que me cuenta el plan.

“La movida es la siguiente: en cosa de una semana, el Ayala me va a pagar un dentista, peluquero y toda la pesca, para que nos parezcamos lo máximo posible. Luego, yo tengo que darle el palo, quicir’, secuestrar al abogado, a él, vamos, y robarle las joyas, y luego quedamos en un almacén que tienen en el polígono y hacemos el cambiazo. Él se viste como yo, así como de calle, ¿me entiendes? De indigente, vamos, y yo me hago el millonetis y hago como que me piro por ahí, a otra ciudá’. Entonces la policía lo coge a él y el Ayala monta el pollo, diciendo que yo le he robado y secuestrado y toda la movida. Y, a los pocos días, yo me dejo coger en algún sitio, y me hago el atolondrao’, como que no sé ni quién soy. Les hacemos la picha un lío, ¿entiendes?”

Nadia parpadeó, algo confundida. Intentaba digerir de alguna manera toda aquella información.

-Creo que entiendo, pero… ¿cómo acaba todo?

-Ahí está la clave, y es donde entra mi colega el Ronaldinho. El Ronaldinho vive conmigo, es un borrachín que dirá lo que el Ayala y yo hemos acordao’; quicir’, que cuando el abogatis esté encerrao’ en comisaría allí en Lakua, dirá que en realidad es el Ayala, ¿lo pillas? Que el Kung Fu le ha dao’ el cambiazo y se ha pirado en su cochazo. Y su armario empotrao’, el Basterra, también dirá que han encerrao’ al que no es, que el Ayala es el que está en Vitoria.

-Pero es que Ayala va a ser el que está en Vitoria, ¿no?

-Eso es.

-Pero, entonces, ¿para qué haceros pasar el uno por el otro? ¿Para qué tanto cambiazo?

-Pues ahí es donde el Ayala me dijo que está la clave: en estar unos días encerrao’ ilegalmente. Cuando pasen unos días y se demuestre quién es quién, lo soltarán en Vitoria, y él podrá reclamar el seguro y que lo han encerrao’ ilegalmente no sé cuántos días, y denunciará a la poli y a todo quisqui, y cobrará un pastizal. Al menos, es lo que dijo.

-Pero, entonces… -Nadia fruncía el ceño, extrañada -. Entonces tú vas a salir muy mal parado…se te acusará del robo, del secuestro…

-Je, sí. Ayala dice que me representará, que me rebajará la pena. Unos pocos años de talego a cambio de cien mil pavos. ¿No está mal el plan, eh?

-Bueno, es enrevesado…

-¿Te parece buen plan? No está mal para un sin techo, ¿eh? Cien mil euros son mucho dinero.

Nadia asintió, poco convencida por la vehemencia del mendigo.

-Mmm, bueno… si tú lo dices… ¿Te representará él? ¿Y cómo haréis para…pareceros, y eso?

-Mira, mira -el vagabundo se levantaba la manga del brazo izquierdo, enseñando el antebrazo -. ¿Ves el tatuaje? Pues el Ayala ya se ha hecho uno igual, emborronao’ y todo. ¡Para dar el pego del todo!

-¿Se ha hecho el mismo tatuaje?

-Bueno, se lo he hecho yo. Je.

-¿Tú? ¿El gran abogado Ayala se ha dejado tatuar por un mendigo…? Lo siento, no quería decir…

-No, lo has dicho bien, chiquilla. Yo tatúo, sé dibujar bastante bien. Y soy mendigo, qué coño, a musha’ honra. El Ayala le mandó comprar una máquina de tatuar a su gorila (dijo que para evitar contagios, el millonetis) para que yo le hiciese el mismo tatuaje que tengo yo. Se lo he hecho hace un par de horas, allí en el despacho, a él y al guardaespaldas, también. Alucinas, ¿eh?

 Nadia volvió a asentir, dudosa. En ese momento pasó algo. El hombre sentado frente a ella cerró los ojos, cogiendo aire sonoramente por la nariz. Espiró lento, por la boca, dejando salir el aire de sus pulmones como si sacase algo de lo más profundo de su ser. El Kung Fu se inclinó sobre la mesa, apoyando los codos sobre ella y bajando mucho el tono de voz hasta convertirlo en un susurro que solo la joven estudiante podía oír.

-Pero esa historia no te daría para un bestseller, ¿no crees?

Nadia, intrigada, se inclinó también hacia la mesa. Vio un asomo de sonrisa aflorar bajo la barba del mendigo. El tono del hombre había cambiado: ya no era el carraspeo callejero, de habla rápida, que el Kung Fu había utilizado hasta ese momento. Ahora parecía mucho más sereno, pausado, con una profundidad desconocida. El tono de un maestro estratega que cuenta su plan a un confidente. Los ojos brillaban con un nuevo fuego en aquella cara curtida a la intemperie. Habló quedo, confidente:

-He estado en la cárcel, chiquilla, varias veces en mi vida -el mendigo miraba fijamente la taza de café vacía de la joven, rememorando -. Aquello es…no es justo, ¿sabes? Te privan de todo, te hacen sentir escoria. Da igual que hayas robado una barra de pan, o hayas defendido a un amigo ante un grupo de niñatos borrachos. Te tratan igual que al violador, igual que al asesino de niños. Te tratan como a una mierda. Sientes que no eres humano. Y cuando vives en la calle… cuando no tienes un techo bajo el que protegerte, o no eres capaz de coger las riendas de tu vida, nadie en quien apoyarte… cuando la gente, la misma sociedad te da la espalda… te conviertes en morralla, ¿sabes?  -alzó los ojos lentamente hasta encontrarse con la mirada de Nadia -. Ayala se cree que puede mandarme a la cárcel y olvidarse de mí. Se cree que soy idiota, claro. Como si, una vez cobrado el seguro, el abogado más importante de la ciudad fuera a preocuparse por un indigente. Llegado el caso, sería la palabra de un exconvicto que vive en la calle contra la del gran Gabriel Sáenz de Ayala.

El mendigo se acarició la barba, mirando hacia la figura del Caminante, bajo la cual se encontraba el carrito del supermercado con sus escasas pertenencias. Su forma de hablar, pausada, correcta, no parecía propia del hombre que se sentaba frente a la joven estudiante. El mendigo volvió a fijar sus ojos en los de Nadia. Continuó con su bajo tono de voz:

-Tengo asuntos pendientes con Ayala. Asuntos que él parece haber olvidado; pero no yo. Pienso seguirle el juego: cambiarme los dientes, dar el palo, hacer el cambiazo. Pero tengo algo más que ofrecerle a ese carroñero y a su gorila.

“Le seguiré el juego. Me pondré su ropa, me llevaré su coche; haré como que realmente le he robado. Me iré a otra ciudad y me haré el longuis cuando me detengan. Haré dudar a la policía, exactamente como habíamos acordado el abogado y yo. Pero cuando Ayala crea que ya está todo cerrado, cuando todos los implicados hayan declarado, mi amigo Ronaldinho le hará el mejor regate que te puedas imaginar. Después de declarar que el que está detenido en Vitoria es en realidad Ayala, pasará una noche en los calabozos (Ronaldinho se las arreglará para que lo dejen encerrado) y, en medio de la noche, se pondrá a pegar berridos, pidiendo confesar la verdad. Jurará que, en realidad, el hombre detenido en Vitoria es el Kung Fu, el auténtico Kung Fu; les pedirá que revisen las cámaras, donde se le verá al Ronaldinho lanzando un mensaje en papel a la celda donde estará encerrado el abogatis. Les dirá que todo estaba orquestado, que el Kung Fu había planeado todo para hacerse pasar por el abogado Ayala, y que están a punto de soltar a un exconvicto muy peligroso. También dirá que Basterra está metido en el ajo, y adjuntará pruebas: tiene grabada la conversación con Basterra en la que acuerdan qué decir para que su testimonio sea el mismo. Ronaldinho le tiene muchas ganas a ese armario empotrado; y tiene sus motivos, créeme. Y, cuando termine su declaración, y gracias a los cambios que el mismo Ayala me va a pagar para que seamos dos gotas de agua, el abogado no tendrá a qué agarrarse. Detendrán a Basterra, que seguirá cantando lo acordado con Ayala sin saber que Ronaldinho se va a ir de la lengua, y a mí me dejarán libre, porque no les voy a dar ni un solo motivo para que duden de mí. Tendré drogas en mi organismo para demostrar que me engatusaron, y será la palabra de un importantísimo abogado, secuestrado y víctima de robo, contra la de un indigente que les ha intentado dar el cambiazo…”

Se hizo un silencio en la mesa. A su alrededor seguía el murmullo de conversaciones de padres, parejas y cuadrillas, ajenas a toda aquella historia. Nadia cerró la boca, que había mantenido abierta desde que el Kung Fu había cambiado el tono y la forma de hablar. El mendigo sonreía, enigmático, con su boca desdentada y sus greñas despeinadas.

-Pero… -Nadia tragó saliva -. Pero… ¿cómo…? Vamos a ver. Vas a hacerte pasar por el abogado Ayala…te detendrán, les harás dudar… ¿para luego confirmarles que eres el abogado Ayala…?

El Kung Fu asintió una sola vez, serio. Nadia continuó:

-¿Cómo piensas hacer lo de las drogas en tu organismo? Si quieres dar el pego, tienen que ser fuertes, lo suficiente para pasar unos días grogui, como si te hubieran secuestrado de verdad…

El mendigo sonrió.

-Ahí es donde entra Eva.

Nadia alzó las cejas, interesada.

-Eva es el eje central sobre el que va a girar todo el pelotazo -dijo el Kung Fu -. Ella es quien más motivos tiene para vengarse de Ayala. Ayala y Basterra no saben quién es, aunque probablemente la reconocerían si la vieran… -el mendigo pareció perderse en sus pensamientos durante unos segundos -. Pero no, no la verán. Será ella quien me mantenga mientras paso unos días escondido, mientras Ayala es detenido y Basterra y Ronaldinho hacen su paripé en la comisaría de Vitoria. Luego, llegado el momento, saldremos ambos a la luz, y declararemos los dos de forma ambigua. La declaración de una puta y un abogado que no se sabe seguro quién es.

“Me vendría bien hacer esa entrevista para tu trabajo de la universidad. ¿Podríamos hacerla la semana antes de dar el pelotazo…? ¿El 21 o 22 de septiembre? ¿Sí? Perfecto. Te pedirán la grabación, y servirá para liar más las cosas y darle empaque a toda la farsa. Así estarás dentro del meollo. Tranquila; si esperas un año o dos para sacar tu libro, probablemente ya no estaré en el país, si todo ha salido bien. Y Eva tampoco. Y Ronaldinho… Rogerio seguirá por aquí, supongo, porque tiene un hijo al que ama más que a nada. No puede acercarse a él; pero cree que, si se mantiene lo suficientemente cerca, algún día podrá explicarle todo…cómo acabó en la calle, cómo perdió la custodia… Yo me ocuparé de que a Rogerio no le falte comida y un techo. Le debo eso y más. Es como un hermano para mí, igual que Eva…”

Nadia volvió a arrugar el ceño. Tenía la cabeza llena de información y dudas que la historia de aquel hombre había despertado.

-No sé, Kung Fu. Es un plan muy bueno, pero… ¿no crees que pueden salir mal muchas cosas? Quiero decir, no solo tu declaración, si no la actuación de Ronaldinho… ¿Realmente estáis preparados para esto? ¿Aguantaréis la presión?

Una sonrisa que despunta. Unos ojos entrecerrados que parecen reír un chiste que nadie más entiende. El Kung Fu parecía reflexionar su respuesta, perdido en sus pensamientos, pero al cabo de unos segundos le indicó a su compañera, con un movimiento de la cabeza, una escena que acontecía a su espalda. Nadia se dio media vuelta en la silla, intrigada. Otro mendigo, el calvo barbudo que solía estar siempre sentado frente a los viejos cines Florida, estaba en ese momento intentando hacer toques y cabriolas con un sucio balón de fútbol medio deshinchado, con escaso éxito. Vestía una viejísima camiseta del Barcelona con el dorsal 10 a la espalda y el nombre de “Ronaldinho” sobre éste. La gente que pasaba a su lado apenas hacía caso del hombre y de su triste visera, puesta del revés, donde se alojaban unos lastimosos catorce céntimos.

En un momento dado, surgiendo de la esquina de la calle de los Fueros, apareció una mujer que atrajo las miradas de la mayoría de las personas que se encontraban allí. La mujer, joven, parecía de origen latino, a juzgar por su piel morena y su larga melena caoba reposando sobre sus hombros. Lucía una camisa blanca de manga larga con los dos últimos botones desabrochados y unos pantalones negros de lino que le daban un aire de ejecutiva. Portaba un bolso de cuero marrón cuyos vaivenes acompañaban sus pasos. Sus andares, decididos, se veían reafirmados por unos zapatos de tacón, también negros, que punteaban el embaldosado vitoriano a un ritmo enérgico. Cuando la mujer pasaba cerca del mendigo con la camiseta del Barça, éste, descuidado, perdió el control del balón, que se cruzó en el camino de la joven. La joven no pudo evitar pisar el esférico con uno de sus tacones, tropezando y cayendo sobre el suelo de manera aparatosa. El tiempo pareció pararse en ese momento.

Varias personas que pasaban por allí se dirigieron hacia la mujer apresuradamente para auxiliarla y ver qué tal estaba. La ayudaron a levantarse en el momento en el que el mendigo, disculpándose, llegaba a su altura.

-¡La madre que parió al indigente…! ¡Métase la pelotita por el culo, bastardo! -le espetó la mujer con una mirada de asco, sacudiéndose la camisa y echando a caminar sin agradecer ni echar un vistazo siquiera a quienes la habían ayudado a levantarse.

El mendigo y los que la habían ayudado la vieron marchar con paso enérgico, haciendo ondear sus pantalones negros y escuchando el taconeo que parecía hacer eco en la calle San Prudencio. Las personas, media docena de paseantes que se habían acercado a ayudarla, se quedaron mirando al mendigo con la camiseta del Barcelona que, cabizbajo, recogía su pelota, musitando una disculpa mientras volvía a su esquina. Algunos de ellos se acercaron, empáticos, a dejar alguna moneda en la visera del mendigo. Una señora mayor dejó un billete de diez euros mientras murmuraba algo sobre “las que no saben agradecer a los que ayudan ni entienden a los que viven en la calle”.

La atractiva joven elegantemente vestida, que en ese momento atravesaba la terraza del bar donde se encontraban Nadia y el Kung Fu, pasó de largo. Sin embargo, cuando estaba ya a la altura del Caminante, echó un vistazo hacia atrás, como al descuido, y su mirada de largas pestañas se cruzó con la de Nadia. Fue solo un segundo en el que la elegante mujer, todavía con gesto serio y adusto, guiñó un ojo a la joven, con un asomo de sonrisa en una de las comisuras de su boca. Para Nadia fue como si se lo hubiera imaginado, pues enseguida la imagen de la mujer fue engullida por el gentío que atestaba la calle Dato.

Se volvió, entre curiosa y sorprendida, hacia el Kung Fu. Y su sorpresa se vio acrecentada por la tranquilidad que se apreciaba en la mirada que le devolvía el mendigo: una mirada confiada, misteriosa y risueña, que despuntaba en aquellos ojos vivos e inteligentes, bajo una maraña de pelo y barba sucios que no hacían honor a lo que aquella cabeza escondía bajo ellos. Y, viendo guiñar también uno de esos ojos y tras ser testigo de la escena que acababa de darse allí mismo, oyendo todavía a sus espaldas cómo la gente se acercaba a depositar unas monedas en la gorra de Ronaldinho, Nadia tuvo la certeza de que al guardaespaldas Basterra y al abogado Sáenz de Ayala les aguardaba un futuro muy, pero que muy negro.

UN MES DESPUÉS: COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL DE ZARAGOZA. MEDIODÍA DEL 30 DE SEPTIEMBRE DE 2021.

Un hombre de estatura media, con la entrecana barba algo alborotada y el leonado cabello peinado hacia atrás espera paciente frente al mostrador de recepción de la comisaría mientras la agente que lo ha estado interrogando los últimos días, vestida de verde oscuro, le devuelve sus pertenencias.

-Aquí tiene: la cartera, el reloj y la documentación. Quiero que sepa, señor Sáenz de Ayala -la agente baja el tono, encaminándose junto al hombre hacia la puerta de salida –, que le ofrecemos nuestras más sinceras disculpas. Hablo en nombre del oficial de más alto rango de esta comandancia. Entendemos que tenga motivos para no estar de acuerdo con el procedimiento que se ha llevado a cabo, pero entienda que ha sido un caso…

-Tiene razón en algo, sargento -el hombre se ajusta unas gafas de sol de aviador sobre los ojos antes de abrir la puerta de salida, sin sonreír y con gesto pétreo -. Tengo motivos para no estar de acuerdo con haber estado estos días encerrado e incomunicado. Tendrán noticias mías.

Sin más charla, el hombre del cabello repeinado abre la puerta de la comisaría y sale al exterior. El tiempo en Zaragoza ese día es caluroso. La amplia avenida César Augusto bulle de coches, motos y camiones y furgonetas de reparto a esa hora. Tras mirar a uno y otro lado, el hombre del elegante traje camina calle arriba, repasándose las sienes con un delicado gesto de las palmas de las manos, arreglándose la cabellera cortada de mala manera. También se mesa la barba mientras aspira con deleite el aire de la calle, con una banda sonora de fondo de motores, bocinas y conversaciones varias de gente con la que se cruza.

Así es como se lo encuentra la mujer que pilota una Honda CBR clásica de color amarillo cuyo estruendo viene atronando desde el comienzo de César Augusto, zigzagueando entre los coches por la calzada dividida en tres carriles, y que se para, precedida por el ensordecedor sonido del motor, al lado de la acera, sin quitarse el casco, mirando con curiosidad al hombre que, con los ojos cerrados bajo las gafas, parece aspirar el aire de la ciudad como si fuera la primera vez que lo hiciese. La mujer se quita el casco, agitando una larga y lustrosa melena caoba que atrae las miradas de los conductores que en ese momento pasan por la avenida, a su izquierda. El hombre del traje se gira hacia ella cuando ésta apaga el rugido del motor con un giro de muñeca, quitando el contacto.

-No esperarás -el tono del hombre es profundo, tranquilo, como el de quien está acostumbrado a dar órdenes – que un importante abogado se monte de paquete en una moto tan… llamativa, ahí detrás. Se me despeinaría el cabello… y Gabriel Sáenz de Ayala no puede dar una mala imagen.

La mujer, entornando los ojos bajo el sol, hace una mueca con los labios. Eva María Mendoza está exultante bajo el sol zaragozano que aquella mañana pegaba todavía fuerte, a pesar de estar a punto de acabarse el mes de septiembre. Observa al hombre trajeado como si lo viera por primera vez, con una mirada tranquila, despaciosa. Valorativa. Las comisuras de su boca se alzan en una sonrisa sincera; la primera en mucho tiempo.

-Déjate de historias, Kung Fu. Ya hemos actuado bastante.

Entonces se da un cambio en el hombre. Se quita las gafas con gesto cansado, guardándoselas en el bolsillo, como si se deshiciese de algo con lo que lleva cargando demasiado tiempo. Se quita la chaqueta con gestos amplios, como si le diese alergia el contacto con la tela. La deja en el suelo de la acera, a sus pies, sin reparar en ella; sin ver la etiqueta de Armani que se esconde bajo la pechera y desaparece en un gurruño.  Suspira por última vez, mirando al cielo; y acto seguido empieza a reír. No mucho, al principio. Apenas una carcajada entre dientes que ni siquiera la gente que pasa a su lado, por la acera, alcanza a percibir. Pero poco a poco esa carcajada se convierte en una risa sonora, alta, casi vociferante, con los ojos fuertemente cerrados y de los que escapan lágrimas de pura alegría. La mujer de la moto, sonriendo todavía, se pone el casco, viendo el brillo de sus dientes refulgir en el reflejo del cristal del casco. Todavía oye reír al Kung Fu mientras éste, ágil, da dos pasos hacia la moto y se sube tras ella de un salto, agarrándose a su cintura con ambos brazos, con un gesto que destila confianza ciega.

-A donde tú quieras, Eva.

La mujer, pasándole un casco negro al hombre, agarra fuerte el manillar, activando el contacto. La moto ruge en la avenida, fiera, como si fuese un toro bravo, furioso, ansioso de salir a la plaza. La mujer acciona el acelerador, arrancando una nube de humo por el tubo de escape y perdiéndose en el tráfico de la calle con el potente bramido de la moto tras ellos como un perro fiel. Y entre el estruendo de la moto, los bocinazos y las conversaciones que bullen esa mañana en la capital aragonesa, es todavía perceptible el sonido de una risa. Una risa que aúna satisfacción, sacrificio, dolor y alegría. Una risa que se ha fraguado durante años, en la intemperie y en la oscuridad, esperando el momento propicio, paciente, para ser expulsada con rabia. Una risa hecha a base de frío de madrugada, de cartones que hacen de colchón, de suelo de baldosa, duro e inmisericorde. Una risa fraguada entre miradas que no ven, miradas de asco, miradas que ignoran el dolor ajeno. Pero es también una risa de unión. De amistad unida por el dolor, por un enemigo común. Una risa de estrategia, de planificación, de nervios, decisión. Una risa de venganza consumada.  

La risa del Kung Fu.

FIN

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