Ocurrió el verano en el que empecé a trabajar de conductor de autobús. Llevaba apenas cuatro días trabajando, con el carnet recién sacado, y cubría la línea que unía Bilbao con Lekeitio, pasando por varias localidades: Galdakao, Amorebieta, Gernika y todos esos pueblecitos diminutos, a veces solo casas apartadas en el monte, que contaban con su respectiva parada. Todavía me estaba familiarizando con las medidas del autobús, y mi mente era una olla a presión de estímulos y alertas, que me hacían caer rendido en la cama al acabar la jornada.

Las recogí en una rotonda que había entre Galdakao y Amorebieta: un lugar llamado Erletxes, donde había accidentes casi cada día y un edificio de piedra, grande y cuadrado, con neones morados por la noche, era testigo de todo aquello. Unas letras pegadas en una de las ventanas rezaban “Fiore”, junto a unas dibujadas siluetas de mujeres voluptuosas. El reloj marcaba las 9:30 de una mañana que prometía un día soleado de julio. Ellas eran tres: pieles morenas, pelos teñidos de rubio o negro, minifaldas y tops de colores muy vivos, gafas de sol cubriendo media cara, pendientes enormes, anillos, pulseras. Recuerdo que, inocentemente, mi primer pensamiento (acertado) fue que aquellas tres vendrían conmigo hasta Lekeitio, probablemente para pasar el día en la playa. Mi otro pensamiento, que me vino a la mente con remordimiento, fue que con aquellos diminutos tops que apenas contenían aquellos bustos operados, aquella ropa tan llamativa y con esos tacones de aguja, parecían…

– Putas -me dijo la primera de ellas, con acento andaluz, en cuanto puso un pie en el autobús, pasando la tarjeta -. Sí, no me mireh’ ací. Hoy vah a llevá a tres putas a la playa, shavalote.

– Las mejores de España -dijo la segunda, alta, morena de pelo negro. Más tarde supe que era colombiana.

La tercera era una chica de piel negra como el azabache, con el pelo en trencitas recogido en una coleta. Se sentaron justo detrás de mí, con el autobús prácticamente vacío, porque una de ellas “se mareaba”. En el camino hasta Amorebieta me hicieron un interrogatorio en toda regla: nombre, edad, cuánto llevaba allí, si tenía pareja, por qué chófer, por qué allí. Contesté como pude, acojonado, con un ojo en la carretera y una presión por no cagarla que no había sentido ni en los exámenes para sacarme el carnet. Al final, supongo que por mi voz de cagado y mis respuestas, me dieron el aprobado. Una de ellas, la andaluza (“de Córdoba capital, niño”), me miró de arriba abajo.

– Pues a ver si no te poneh como loh demá chóferes, hijo mío, porque da pena verlos.

– Jode que sí -la chica de las trenzas asentía mientras miraba el móvil con gesto aburrido -. Están como vacas.

– No les da para girar el volante por la panza que gastan.

No paraban de parlotear, alegres y a viva voz, como si llevasen años sin salir a la calle. Miraban y señalaban todo y a todos, sin dejar cuerpo, cara o peinado sin despellejar.

– Mira esa, qué cara de tiesto que tiene.

– ¿Y ese viejo? ¡Pero deja de meterte el dedo en la nariz, puto cerdo! -gritaba la colombiana a través del cristal.

– Ozú ese eh -la cordobesa señalaba a un muchacho negro, alto y corpulento, con casco de obrero -. ‘Ece’ lo mihmo te hace un hijo, que te crucifica.

Las otras asentían, aprobadoras.

Llegué a la salida de Amorebieta, donde había una rotonda en obras y un camión me obstaculizaba la salida. Me quedé parado, dubitativo, sin saber qué hacer. Los obreros no me hacían ni caso, pero no había manera humana de pasar, y yo tenía que cumplir un horario. Esperé cinco minutos. Al final pegué un par de bocinazos breves, de aviso, para pedir que me apartaran el camión un par de metros y poder continuar. Detrás de mi autobús se había formado una cola larga de coches que tocaban la bocina a todo trapo.

– ¡Que ya voy, cojones! -uno de los obreros salió de detrás del camión para mirarme con gesto de mala hostia.

Le hice un gesto encogiéndome de hombros, dando a entender que vale, lo que quieras, compadre, pero aquí tienes a medio pueblo queriendo salir. Pasaron otros tres minutos. Nada. Volví a tocar la bocina, esta vez más tiempo.

– Di que sí, chaval, que se quiten de en medio de una puta vez, que quiero ponerme morena en la playita, y no aquí -me decía la colombiana.

El mismo obrero de antes salió otra vez, la cara desencajada, dirigiéndose a mí.

– ¡Que ya voy, hostias! ¿No puedes esperar un minuto eh? ¡Me cago en tu puta madre…!

En ese momento, dos de las chicas, la cordobesa y la africana, se levantaron de sus asientos como impulsadas por un resorte.

– Será subnormal el pollo… -murmuraba la cordobesa.

La del peinado en trencitas me pidió que abriese la puerta delantera del bus.

– Ábreme, niño, que me va a oír.

Las otras dos se descojonaban con antelación. Yo dudaba. Se acercó a mí.

– Mikel te llamabas, ¿no? Mikel. Yo soy Treisi. Encantada. Hoy es mi único día libre, así que déjame decirle a ese tío que se aparte para que puedas seguir conduciendo y todos contentos, ¿vale?

No pude menos que asentir con cara de gilipollas y abrirle la puerta a Treisi, que salió con su minifalda y top blancos, relucientes, saltando las escaleras con decisión, como una boxeadora enfilando el pasillo al ring.

El obrero, que no había hecho ni el gesto de abrir la puerta del camión, no sabía lo que se le venía encima. Se pensaba que se las tenía con un chaval primerizo en esto de la carretera, alguien en quien descargar un poquito de mala leche en aquel día de verano en el que le tocaba currar. No se esperaba el torbellino de furia que salió del autobús sobre unos tacones de aguja rojos y mirada de dragón, gritando a una velocidad que hacía pensar en una metralleta de palabras.

– ¡Miraniñoahoramismomeapartaselputocamióndeahíqueestásobstaculizandolasalidaamediopueblo! -hay que resaltar lo bien que hablaba la colega. Treisi cogió aire, ya cara a cara con el tipo – Te apartas de una vez y además lo vas a hacer con buena cara, que tienes una facha de puerco que no puedes con ella y ya me estás jodiendo el día.

El tío se había quitado el casco, como si quisiera escudarse detrás de él. Se le veía pequeño, a pesar de sacarle dos cabezas a Treisi.

– P-p-pero…me han dicho que hasta que…

– Me suda el coño lo que te hayan dicho -Treisi le señalaba la rotonda. Solo le faltaba el chaleco amarillo y un casco blanco, y sería la ingeniera de todo aquel tinglado -. Te apartas ahí, que pasen todos, y luego vuelves a ponerte en medio, tocando los cojones. Pero a mí me dejas pasar.

Dentro del autobús el jolgorio era monumental: las dos colegas y un grupo de chavales jóvenes que iban detrás, testigos de todo, vitoreaban a Treisi como si fuera un partido de fútbol y hubiese metido un gol en el minuto noventa. La mujer volvió hacia el autobús, con un último “como tenga que volver a salir te comes la punta de mis tacones”, y ascendiendo las escaleras del vehículo entre aplausos, silbidos y mi cara, con una mezcla de sorpresa, agradecimiento y acojono. Me guiñó un ojo, sentándose, mientras el tipo arrancaba el camión y se quedaba al otro lado de la rotonda. Cuando pasé, quedando casi ventana con ventana, la cordobesa se me acercó por la derecha, chistándome.

– Para un poco, niño, que ehto no ha acabao. Abre la ventana.

La mujer pasó medio cuerpo por encima de mí, sacando la cabeza por la ventanilla, dirigiéndose al camionero.

– Ch-quillo, cúshame -la cordobesa bajó el tono. Yo, bajo ella, no sabía dónde meterme. El olor fuerte de su perfume y la cercanía de la mujer (el camionero solo vería mi careto de conejo al que dan las largas) me sumía, estando como estaba de primerizo en el trabajo, en una nube de mareo e incomodidad. No quería tocar nada que no fuera mío, aunque era francamente complicado -. Lo de cagarte en la mare de mi niño, aquí presente, te lo meteh por el culo. Arranca -me susurró, dirigiéndose un momento a mí, antes de gritar hacia el obrero -. ¡O la próxima vé te quito lah cejah a gorrazoh, mi arma! -las últimas palabras fueron ya alejándonos de la rotonda en un coro de risas y aplausos. La cordobesa volvió a su asiento, jubilosa, chocando la mano con Treisi, riendo a mandíbula batiente.

Ascendimos el puerto de Autzagane con una sensación de victoria, ellas desternillándose y yo, dudoso, sin poder aguantar la risa pero preocupado por el trabajo. Era apenas el segundo día que hacía esa ruta y el cuarto que conducía un autobús, fuera de la autoescuela. No conocía la zona e iba con pies de plomo, cagado, y la presencia de aquellas tres, a las que ya consideraba mis amigas (me habían defendido como leonas), me desconcentraba. No solo por su conversación, en la que me involucraban hasta para preguntarme qué color de uñas me gustaba ver en los pies de una mujer, si no por ellas en sí. Tenían la capacidad de llamar la atención en un desfile de carnaval: la ropa, el pelo, la forma de hablar, de moverse. Y, por supuesto (tenía que llegar a esto), las tetas. Eran enormes, desproporcionadas, como dos balones de baloncesto en el pecho; tal vez incluso más grandes. No es que las mirase por deseo ni descaro: simplemente eran gigantes. Titánicas. Me llamaban la atención desde un punto de vista puramente físico, igual que lo habría hecho el bíceps de un culturista, o la cabeza de un hombre con acromegalia. Joder, tenían que pesarles una barbaridad. ¿Cuánto pesarían? La gente se subía en las paradas, y yo los recibía mientras estos pensamientos volvían una y otra vez a mi mente. En fin.

Llegando a Gernika, Paola, la colombiana, dijo sentir demasiado calor. El aire estaba a tope, pero es verdad que la temperatura dentro del autobús, un viejo Mercedes, era alta.

– Pues yo me voy a quitar esto… -dijo, soltándose el top.

Dejó a la vista un bikini naranja testimonial; y digo testimonial porque era exactamente eso, ya que no hacía las funciones de tapar, abrigar o sujetar. Ese bikini no estaba fabricado para sostener tamaño peso. Bien es cierto que sostener ese busto con cualquier prenda de poliéster o algodón se me antojaba tarea imposible; sería como intentar poner barreras al campo, o como tratar de parar una estampida de elefantes con una señal de STOP. Se me activaron las alarmas de novato. Recordaba perfectamente a uno de los inspectores diciéndome eso de “NO se puede viajar con bañador, sin camiseta o en bikini; si es así, el responsable de comunicárselo es el conductor”. Hasta ese momento todo había ido bien con ellas, pero tenía que ponerles la primera barrera, a mi pesar. Carraspeé.

– Eh, esto… perdona, Paola…

– Dime, mi niño.

– Es que no…a ver, no lo digo yo ¿eh? Son las reglas…pero no se puede ir en bikini en el bus…

Se me echaron encima. Desde sus asientos, lo que era una conversación sosegada derivó en un bombardeo de quejas y reproches; no exactamente contra mí, si no contra el reglamento del autobús, la compañía de transporte y el calor en general:

– ¡Hace un calor que no hay quien lo aguante…!

– ¡Pero si no enseño nada!

– ¡Pues que arreglen el aire!

– ¡Ni que estuviera enseñando las tetas…!

– Con el calor que hace no voy a ir abrigada!

– ¡No te jode…!

Treisi, parando un poco todo aquel aguacero, pidió la palabra.

– Además, esos chavales de atrás no llevan pantalones cortos. Llevan bañador -hizo una pausa, y en mi mente vi caer la maza del juez hacia la mesa con un sonido seco -. ¿Acaso ellos sí Y NOSOTRAS NO?

– ¡Reglamento machista!

– ¡Siempre igual!

No sabía dónde meterme. Había ido de legal y me estaba llevando lo mío. Intenté mediar, estrujándome los sesos para pensar una manera de decirle a Paola que sus atributos no eran los de una persona común. Ella me miraba, tranquila, como dándome tiempo para preparar mi defensa ante un gran jurado. Al final, dándole vueltas a la cabeza (aquel día mi cabeza no estaba precisamente en la carretera) mientras paraba en la estación de Gernika, llegué a la conclusión de que, en gran parte, tenían razón: los chavales iban con bañador, largo hasta las rodillas, pero bañador al fin y al cabo; era como un vacío legal, donde todos hacíamos la vista gorda por su parecido con un pantalón corto. Pero si estaba dispuesto a dejar pasar a esos chavales sin decir nada, también debía estarlo para dejar pasar a la mujer que viniese con bañador. O todos, o ninguno; eso sería lo justo. No era yo quien dictaba el canon de vestimenta de la colección primavera-verano en hombres y mujeres, joder; para eso están las multinacionales. Además, me dije en un momento de claridad, no se lo había dicho solo por que fuese en bikini: lo había hecho por lo destacable de su anatomía, poco común en general. Y eso habría sido discriminatorio por mi parte. Así que, antes de abrir la puerta, la miré con gesto de disculpa, concediéndole la victoria:

– Tienes toda la razón. Solo te pido, como favor, que cuando pase la gente te tapes, aunque sea solo por encima con el top. Por si se sube algún inspector; para que no me monten el pollo. Por mí.

Las tres mujeres sopesaron la propuesta, mirándose entre ellas. Tomaban todas las decisiones, por nimias que fuesen, como si estuvieran en una reunión de campaña, en plena guerra.

– Vamos a tener piedad con el niño, hombre -propuso Treisi.

Paola asintió, guiñándome un ojo.

– El chico es legal.

– Y pofesioná -decía la cordobesa -. Fíhate, antes le he puesto lah tetah en la cara y ha hecho como que miraba pa otro lao.

– Criatura.

– Pero las orejas se le han puesto rojas, que lo he visto yo -Treisi me señalaba con el dedo. No se le escapaba nada.  

“Echaban humo”, pensé para mis adentros.

Empezaron a subir pasajeros. Una señora mayor, enfadada por la tardanza del bus, quiso pedirme explicaciones de mala manera, aduciendo que los “conductores jóvenes” no teníamos ni puta idea, y que siempre lo pagaban los mismos. Acabáramos. Antes de pudiese abrir la boca para defenderme, las tres leonas que me acompañaban se lanzaron verbalmente sobre la mujer como depredadoras sobre su presa. Que si al niño me lo dejas en paz, que si el camión de la rotonda, que si un poco de respeto por los jóvenes. Yo intentaba calmar los ánimos a la vez que trataba de no desternillarme de risa, pidiendo disculpas a la señora que enfilaba el pasillo del autobús, buscando el asiento más alejado de aquellas tres tigresas. Las miré antes de seguir la marcha, entre agradecido y avergonzado, susurrándoles “ya está bien” mientras ellas, despatarradas, se carcajeaban. Eran mi guardia pretoriana, dispuestas a despellejar a cualquiera que osara mirarme mal. Me habría encantado verlas en la garita de atención al cliente de cualquier trabajo de cara al público. Habrían dejado en calzoncillos a cualquier mindundi con su hablar de metralleta, su léxico trabajadísimo (hablaban realmente bien) y su talento para poner de vuelta y media a cualquiera en cuestión de segundos. Vaya tres mosqueteras se había perdido D’Artagnan.

Tenían la capacidad de saborear el momento con más pasión que los demás, imagino que (no era complicado) por su trabajo y por todo lo vivido. Cuando el autobús doblaba una curva un poco más rápido de lo habitual, me jaleaban como si yo fuera un piloto de competición, alabando mi conducción y mis reflejos; obviando que, por aquel entonces, conducía como un ciego marcha atrás. Cuando dimos la vuelta en la plaza giratoria de Elantxobe no pararon de vitorearme, a pesar de que todo lo que hice fue darle a un botón del mando a distancia para que la plazoleta girase con el bus encima. Me pedían que subiera el volumen a tope cuando sonaba alguna canción que les gustaba en la radio, a lo que yo, nervioso, me negaba respetuosamente, provocando sus abucheos. Cuando veían el mar se deshacían en elogios, utilizando palabras como “hermoso”, “bello”, “inestimable”, “impagable”. Parecían niñas que nunca hubiesen visto el mar.

El viaje fue entretenido. Estábamos llegando a la parada final cuando Paola, poniéndose el top de nuevo, se dirigió a mí.

– ¿A qué hora acabas hoy, guapo?

Titubeé. Miré mi horario.

– Pues…a las 22:00.

– ¿Tan tarde? Pero si son las once de la mañana, chiquillo.

– Es que estoy de horario partido. Ahora me voy a comer, y vuelvo a las 18:00.

– ¿Y volverás a pasar por aquí, por Lekeitio?

– Sí, a las ocho.

– Entonceh nos volvemo contigo -sentenció la cordobesa. Las demás asintieron.

Llegamos a la parada final. Se bajaron por delante, con mucho movimiento de caderas, insistiendo en darme dos besos ahí mismo, sentado como estaba en el puesto de conductor, dejándome los papos rojos de pintalabios. Los demás pasajeros me miraban, asombrados: más tarde supuse que me habrían tomado por cliente del Fiore. Pero en aquel momento no le di mucha importancia; les agradecí a las tres de corazón el haberme defendido de aquella manera.

– Pero teníais que haberme dejado a mí defenderme, que estoy aprendiendo, y vosotras disfrutar del viaje.

Negaron a voces, proclamando que yo era ahora el mejor conductor de toda la flota y que eso había que protegerlo al precio que fuera.

– Ademá, hemos disfrutado como gorrinoh en el barro, niño -me dijo la cordobesa.

– Luego nos recoges tú, ¿eh? -me dijo Paola, señalándome con un dedo acabado en una uña larguísima.

Asentí, despidiéndolas, sabiendo que el día da muchas vueltas y que, probablemente, no volvería a verlas luego.

El reloj del bus marcaba las 19:54 cuando enfilé de nuevo el parking de la estación de autobús de Lekeitio. Venía de un día de muchas vueltas, pendiente del reloj, las paradas, de hacerlo todo bien. Estaba agotado. Aquella era mi última vuelta, hasta Bilbao y retirar; lo estaba deseando. Se me había olvidado por completo la promesa de mis tres amigas; fue por ello que me sorprendí cuando las vi, tumbadas con las toallas sobre el asfalto del parking, Paola y la cordobesa saludándome con la parte superior de los bikinis en la mano, con las tetas al aire, y Treisi grabando mi llegada con el móvil. Los pasajeros del autobús, en su mayoría vecinos del pueblo que venían de hacer recados desde la ciudad, alucinaban con aquel espectáculo gratuito. Yo (otra vez) no sabía dónde meterme.

– ¡Torero!

– ¡Ole mi niño!

– ¡Fíjate, aún no ha roto el autobús!

Me saludaron como si fuéramos familiares y volviese de un viaje de treinta años por la jungla. Subieron al bus, contándome sin respiro cómo lo habían pasado, la playa, el sol, el agua, los hombres, los modelitos que habían visto.

– Ahora se lleva el trikini otra vez.

– No veah.

– Y el topless.

Por suerte se habían vestido antes de subir, así que no tuve que hacer de sheriff. Les agradecí que cumpliesen su promesa de volver conmigo, así me amenizaban el viaje; aquello les gustó.

– Hemos pensado en volvernos antes porque estábamos ya cansadas, pero una promesa es una promesa -decía Treisi con su profunda voz.

– Ademá, mejó volvé contigo, mi arma, que loh otroh conducen de pena.

– Todo frenazos y acelerones bruscos -asentía Paola.

Me preguntaron sobre mi día, y tuvimos un rato de charla en la parada, mientras hacía tiempo para salir, hablando sobre clientelas, exigencias y trato con el personal. Aquellas mujeres eran unas experimentadas veteranas, y tenían un ojo muy preciso para calar a la gente: solo con ver cómo vestía alguien, o qué gestos o palabras usaba, lo catalogaban enseguida. Me explicaron, incluso, cómo saber si un billete era falso o no.

– Tienes que buscar el crí-crí ese característico, aquí en el lateral, en las rayitas.

– Y ci no, la marca de agua.

Eran unas profesoras cojonudas. Ahora que estaban cansadas, sin el fervor y la energía de la mañana, su hablar era más pausado; se dejaban terminar las unas a las otras, y los temas eran más profundos: habíamos pasado de hablar de las uñas o los caretos de la gente a hablar del comportamiento humano.

– La cosa es ser bueno, niño, tener bondad; hoy por ti, mañana por mí. Todo lo demás son pequeñeces. En el mundo hay mucha maldad -decía Treisi.

– Ayudar al de al lao, al que esté mal -asentía la cordobesa.  

– Si estás mal, pide ayuda; si estás bien, ofrécela.

– En la calle se ve todo, si te fijas. Los ojos no mienten. La gente sufre.

– Eza señora que ce te ha puesto a hablar mal, o el obrero. Ceguro que zon buena hente, pero una vida perra, un día malo…nunca sabe.

– Bueno, pero también hay mucho hijo de puta, eh -terciaba Paola.

– Eso siempre, eso nunca se acaba -decía Treisi, mirando su móvil.

Nos hablábamos ahora en serio, con calma, y yo conseguí quitarme la vergüenza de mirarlas a los ojos. Me fijé, como no lo había hecho antes, en sus caras. En sus patas de gallo prematuras, en sus ojos. Me hablaban sonriendo, buscando mi comprensión, discutiendo entre ellas con respeto, aunque pensasen totalmente diferente. Valían oro.

Emprendimos el viaje de vuelta. Yo empezaba a cogerle el truquillo al autobús, aunque todavía cometía muchísimos errores de novato. Pero podía relajar un poco las manos sobre el volante y alzar un poco la vista de los diez metros de asfalto que había frente al vehículo, y fijarme un poco en lo que hubiera alrededor. A medida que avanzábamos por pequeñas localidades costeras el autobús se vaciaba, quedándonos solos, mis mosqueteras y yo. El sol se iba poniendo mientras recorríamos carreteras desiertas, desde las que se apreciaba la inmensidad del Cantábrico y un cielo naranja, con la esfera solar perdiéndose en la línea del horizonte del mar. Por la ventanilla abierta entraba un olor a eucalipto, acompañando la brisa marina que empezaba a refrescar. El reflejo del sol en el asfalto despertaba brillos diminutos que me hacían achinar los ojos cual Clint Eastwood. Al pasar por uno de los pueblecitos, con pequeños chalets que miraban a la inmensidad del mar, Treisi dijo algo. Pero lo dijo con una voz que no parecía suya; esa voz desafiante, de guerrera, que había usado todo el día. Esta vez habló como una niña pequeña, de esas niñas que ya con pocos años parecen poseer una serenidad y una melancolía impropias de su edad.

– Ojalá una vida así -su mirada señalaba las casas que miraban al mar y al cielo anaranjado, a medio oscurecer. Paola, a su lado, la abrazó con ternura. Aquello me dejó roto por dentro. El resto del viaje lo hicimos en silencio.

Pasábamos ya Amorebieta cuando en la radio, a un volumen casi imperceptible, empezó a sonar una conocida canción de Fito & Fitipaldis. El autobús iba casi vacío, pero en un arranque de improvisación quise agradecer a mis tres nuevas amigas lo agradable que habían hecho aquel día para mí. Subí el volumen de la radio y, activando el micrófono para hablar a todo el pasaje, anuncié:

– Esta canción va dedicada a las tres M-U-J-E-R-E-S, con mayúsculas, que hoy me han defendido con uñas y dientes, y que han tenido la amabilidad de enseñar a este novato de qué va toda la movida. Por vosotras -acto seguido, puse el micrófono pegado al altavoz de la radio, cuando los primeros acordes de “Rojitas las orejas” empezaban a sonar.

Las tres amigas, que iban medio adormiladas, se irguieron cuando cogí el micro y les lancé la dedicatoria. Empezaron a vitorearme y a tararear a viva voz la canción, que atronaba por todos los altavoces del autobús, haciendo vibrar la chapa. Los demás pasajeros, sorprendidos al principio, se unieron también, algunos, tarareando o dando palmas. Los acordes de guitarra dejaron paso al característico “pa-parabará, pa-parabará” de Fito, que todos coreamos dentro del vehículo. Mis amigas se reían, captando la ironía por lo sucedido a la mañana, aplaudiéndome el gesto, gritando el estribillo.

– “Se me ponen si me besas…rojitas las orejas…”

Se vinieron arriba, pidiendo aplausos y colaboración a la parte de atrás del autobús.

– “ROOOOO-JITAS LAS OREEEJAS…ROOOOO…”

Yo continuaba con la vista al frente, mirándolas a veces por el retrovisor. Nunca me he reído tanto en un día de trabajo.

Las dejé en la parada del Fiore. Se bajaron, mandándome besos entre tintineos de pulseras y pendientes, olor a perfume y sonido de tacones. Me prometieron volver a montarse conmigo, mirar todos los autobuses, buscándome, para saludarme cuando me vieran, y me desearon muchísima suerte.

– ¡Cuida mucho a tu shica, que no me entere yo…!

– ¡No engordes como los demás, no te dejes caer!

– ¡Y al cliente malo ni puto caso, mi niño, tú p’alante!

Las despedí, agradeciéndoles infinitamente el viaje. Se quedaron ahí, en la parada, mandándome besos y saludando con la mano mientras el bus arrancaba. Dejándome una sensación, mezcla de alegría y tristeza, ilusión y melancolía, que me volvería en pequeñas dosis cada vez que pasase por allí.

Nunca volví a verlas. Siempre esperaba encontrármelas en la parada, con sus tacones, sus bolsos, su quincalla en orejas y manos, pero nunca estuvieron; no conmigo, al menos. Aquel verano fue un caos de trabajo, turismo y descubrimiento en lo laboral; pero nunca se me olvidó aquel viaje con mis “amigas, las del Fiore”, como insistían en que las llamara. Solo una vez me pareció ver a Treisi, colgando la ropa desde una de las ventanas del edificio, una mañana de domingo. Un gesto fugaz, una silueta que me saludaba mientras yo tomaba la rotonda, con poco tiempo para mirar nada que no fuera la carretera. Pero siempre me guardaré la sensación, la certeza, de que si alguna vez tuviese el privilegio de elegir compañía para un viaje como chófer, aunque fuese uno de ida al mismísimo infierno, sería sin duda escoltado por mis amigas del Fiore.

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