Había un dicho muy extendido en el oficio de la doma de leones, muy popular en el siglo diecinueve: “si te dedicas a domar leones no vas a llegar a jubilarte…”.
Era algo habitual en aquella época: espectáculos con fieras traídas de las selvas de Asia y el corazón de África, domadores con vistosos trajes de luces y sombreros de copa que se enfrentaban a una decena de felinos haciéndolos saltar, tumbarse, introduciendo su cabeza en las fauces de las bestias mientras el público contenía el aliento. Auténticos prodigios que sometían a las fieras, dominando sus movimientos y demostrando en la arena el trabajo de años tras bastidores: horas interminables de entrenamiento y cría, acostumbrando a los leones a negar su instinto y a acatar órdenes precisas. Disciplina, rutina, repetición, repetición y repetición; solo así conseguía someterse a una bestia cuyo instinto ante un ser humano era el de despedazar, matar y devorar.
Pero no siempre salía bien.
De hecho, era común leer en los periódicos de la época, cada cierto tiempo, sobre accidentes en circos o jaulas de leones, quienes herían a sus domadores o los devoraban mientras el público, morboso y horrorizado a partes iguales, observaba cada detalle.
Los domadores se regían por unas reglas en lo que a su oficio se refería. Una de ellas, de suma importancia, era la de ser los primeros en entrar en la jaula o arena donde iba a celebrarse el espéctaculo, hacerse con el centro de la arena antes de que las fieras entrasen. Los felinos entienden de dominación, y la posesión del espacio es una cuestión de quién se encuentra ahí primero…
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Es mi manera de tratar con la gente, ¿sabes? Asigno un animal a cada persona. Tengo cuidado con esas personas-pájaro, no me fío de la frialdad de sus ojos. Me caen bien los que son caninos, y me aburren las ovejas. Hay lugares en los que tienden a concentrarse algunos de ellos: los anfibios y los peces los ves en las piscinas, por ejemplo. Las cabras en el monte, los simios en los rocódromos… ¿me sigues, Jackie? Para el tiempo que llevas leyéndome ya debes pensar que estoy majara; pues espérate. Porque hoy vengo a hablarte del lugar en el que se concentran los grandes felinos, esos que pocas veces somos capaces de ver en nuestro día a día: tigres, leones, panteras, jaguares… en nuestra tierra, todos esas fieras tienden a juntarse en un lugar. En un deporte, de hecho.
¿Nunca te has preguntado por qué un pirado como yo le da tanta importancia a un deporte tan minoritario?
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Había dejado el mundo de la piedra en 2016, cuando entré a trabajar en los autobuses. Seis años de entrenos interminables, exhibiciones, campeonatos, lesiones, conocer lugares, kilómetros… todo de lado por trabajo. Y cuando dejé ese trabajo, en el año 2022, volví a la piedra. Siempre había soñado con volver, aunque no fuera a levantar más. Echaba de menos el local donde entrenábamos, el olor a resina, las piedras, pero sobre todo echaba de menos a la gente: ese compañerismo, el pique, las bromas.
No quedaban muchos, la verdad. Mi entrenador, Jesús, había cogido las riendas de la federación alavesa y sacaba tiempo de donde podía para ayudarlos, pero no llegaba a todo. Solo Julen se mantenía a tope, y otros dos harrijasotzailes entrenaban como podían, ayudándose el uno al otro. Yo viví una época muy solitaria, pero cuando lo dejé había un buen relevo: tres o cuatro chavales que empezaban fuerte. Ahora solo aguantaban unos pocos, y decidí echarles un cable en lo que pudiera: poniendo la piedra y aconsejando en lo que sabía. Volví a tocar la piedra, pero esta vez desde el otro lado del botaleku, sin el chaleco.
Era extraño.
Poco a poco le fui cogiendo el truco. Pensaba que me costaría más, pero quien tuvo retuvo, y años atrás puse muchas piedras a mis compañeros de entreno. Empezamos a entrenar con más asiduidad, el nivel empezó a subir. Salíamos a la plaza y nuestra presencia llamaba la atención con nuestro buen hacer, las bromas, gritos, tatuajes macarras y ganas de pasarlo bien. Solo queríamos levantar piedras y juntarnos luego para comer y vacilarnos entre nosotros, alardeando de marcas y desafiándonos con posibles gestas que luego, el próximo entreno, olvidábamos como sin querer.
Empezamos a llamar la atención en nuestro territorio, y la gente se empezó a interesar. “¿Puedo probar yo también?” Tomé una decisión, porque yo no sé hacer nada sin mi puñetero idealismo: quería reflotar el levantamiento de piedra en Araba, ganarnos el respeto de toda la comunidad del harrijasotze en Euskal Herria. Y quería que hubiese mujeres alavesas harrijasotzailes, darles la oportunidad de disfrutar de este deporte que, tal vez por desconocimiento, no tenía tanto tirón entre las mujeres en Álava. Aquí siempre se nos ha mirado desde arriba en temas como el euskera y las tradiciones de nuestro pueblo; en la piedra no teníamos campeones, había poca participación, el nivel nunca había sido muy alto (con contadas excepciones como Julen), no había mujeres levantadoras… ¿tan difícil sería conseguirlo? Ponernos a la par de los otros territorios, donde se celebraban campeonatos femeninos y los harrijasotzailes se contaban por decenas. ¿Tan complejo era…?
No te haces la idea, Jackie.
Los domadores intentaban criar a los leones de su espectáculo desde cachorros. Así las fieras se acostumbraban a su presencia, incluso dependían de ellos, y el riesgo de que los atacasen era menor; pero no siempre podían esperar todo ese tiempo desde que son cachorros hasta que pueden salir a la arena, y la mayoría del tiempo el espectáculo se realizaba con leones ya adultos que llegaban de todas partes del mundo. Esto aumentaba el riesgo, pues algunos de ellos habían vivido en libertad y su cautiverio era reciente. Esto exigía un concienzudo trabajo por parte de los domadores para que las bestias se acostumbrasen a su presencia, sobre todo al principio.
Se me hizo raro. Me había acostumbrado a ser el más joven, siempre: en la piedra cuando empecé, en mis trabajos, en la empresa de autobuses donde era el conductor más joven de los trescientos y pico que formábamos la plantilla… y ahora me venían chavales de veinte o veinticinco años que querían aprender a levantar y me hablaban con expresiones como “por el culo” o “sirviendo coño”, y no entendía nada. Se metían con mi calvicie y me llamaban abuelo ¿pero qué se han creído? Me sorprendía a mí mismo hablándoles como un abuelo, efectivamente: “en mis tiempos…”, “yo una vez…”
Es complejo enseñar a una persona a levantar piedras desde cero, aunque tenga las condiciones para ello. Hay mucha tensión cuando está con la piedra porque son pesos grandes y se pueden lesionar, puede ocurrir un accidente, se puede romper la piedra… son muchas cosas en poco tiempo. Una sola persona nueva da mucho trabajo; dos, ni te cuento.
A mí me vinieron doce.
Doce personas que no habían tocado una piedra en su vida, todos entre abril y mayo de 2023. Todos con muchísima energía, parloteando, riendo e intentando con mucho ahínco y constancia levantar piedras, entrando en un proceso que conlleva mucho trabajo y sacrificio para hacerlo bien. Me contagié de ese entusiasmo: esta era la oportunidad que estaba esperando. ¿Quieres reflotar el levantamiento de piedra en Araba, Ibon? Ahí tienes a tus cachorros. Ponte a currar.
Y lo hice.
Cuatro, cinco, a veces siete días a la semana, mañana y tarde, entrenando a los chavales. Hacía malabares con mi trabajo, que me ofrecía la oportunidad de librar varios días a la semana porque hacía guardias de 24 horas. Todo el tiempo que no trabajaba me lo pasaba en el harritoki enseñando a levantar a los chiquillos, manteniendo a los veteranos, preparando a Julen para sus competiciones. Si por un casual libraba una mañana o una tarde me la pasaba en el ordenador leyendo sobre entrenamientos, historia del deporte, hablando con otros entrenadores. Me obsesioné sin darme cuenta. Llegué a ir siete días a la semana a entrenar, a horas intempestivas; un día le puse la piedra a un harijasotzaile a las 5.30 de la mañana, antes de ir a trabajar. Las tardes se pasaban volando con doce o quince principiantes entrenando desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la noche, poniendo una cantidad ingente de piedras hasta que los codos y los antebrazos se me agarrotaban de dolor.
Mis amigos y entorno, con Julen a la cabeza, me pedían parar. Vivía (vivo) agotado, pero no podía parar. No hasta conseguir lo que me había propuesto.
No paré.
Algunos lo dejaron, pero la mayoría siguieron.
Avanzaban rápido. “Malditos niños”, comentábamos Julen y yo cuando los veíamos progresar, sin mostrar la ilusión que nos hacía para que no se flipasen. Algunos veteranos me tildaban de blando porque no les metía caña desde el principio, cuando les enseñaba los primeros rudimentos; pero yo tenía entre ceja y ceja el objetivo de propulsar este deporte en nuestra tierra, de captar chavales y chicas que empezasen, y sabía que no podía ser tan duro desde el principio o nos quedaríamos solos otra vez. Este deporte te pone en tu sitio tarde o temprano, y algunos entrenadores ponen un filtro muy duro desde el principio, para no perder el tiempo con gente que lo dejará cuando se dé cuenta de que esto no es un paseo por el campo. La misma piedra te moldea y te expulsa si no vales, si no trabajas para adaptarte a ella, si no te esfuerzas y te sacrificas día a día, dentro y fuera del harritoki, para mejorar.
Los veteranos tuvimos la idea de fundar un club para no depender de nadie. A finales de 2023 se oficializaba la Arabako Harri Eskola, con un logo al que mi primo Tello y yo dimos mil y una vueltas hasta encontrar el idóneo: una copa de 125. ¿Por qué esa piedra, entre tantas otras? En Álava ha habido harrijasotzailes, siempre menos que en otros territorios, y no somos conocidos por tomar parte en muchas competiciones oficiales: siempre hemos tenido un perfil de harrijasotzailes de exhibiciones, showmans que se recorrían las plazas de Álava en las fiestas y ferias pero no tomaban parte en grandes campeonatos. Julen rompió con esa costumbre, y yo quise seguir su camino. La copa de 125 es una piedra de competición de Euskadi, y el objetivo de este deporte siempre ha sido competitivo; aquí no se viene a pasar la tarde, para eso hay gimnasios u otros lugares. Arabako Harri Eskola es un escuela de levantamiento de competición.
Decidí crear un perfil de Instagram a nombre del club para compartir nuestras vivencias y divulgar sobre la historia del levantamiento de piedra, y lié a mi primo para diseñar camisetas como hobby. Los cachorros empezaron a salir a sus primeras exhibiciones, llenos a partes iguales de nervios y energía.
Arabako Harria estaba en marcha.
Siempre ha habido accidentes en la doma de leones. Aunque algunos fruncen el ceño al escuchar la palabra “accidente”. ¿Es accidente que un león ataque a un ser humano? Está en su instinto, en su sangre. Es su forma de sobrevivir, cazar para comer.
Muchos han sido los domadores que han acabado devorados por sus fieras. Uno de los casos más sonados fue el de Thomas Macarte, quien el 3 de enero de 1872 fue devorado por sus leones frente a un público de quinientas personas en Bolton, Lancashire.
Macarte hizo su aparición aquella noche con la cara más pálida de lo habitual. Horas antes había reconocido a su esposa que no se sentía seguro respecto a uno de sus leones, el último en llegar, ya adulto y con el que no había tenido mucho tiempo para entrenar. El domador entró en la jaula cuando los leones ya estaban dentro, y ese fue su primer error. Mientras explicaba a la audiencia las peculiaridades de cada felino tuvo la imprudencia de dar la espalda a la fiera que posteriormente sería conocida y expuesta bajo el nombre de “León de Macarte”. La bestia se le echó encima, desatando el encantamiento que mantenía a los demás leones paralizados y provocando que todos se lanzasen a por su domador, que entre alaridos intentó abatirlos a tiro de pistola pero no pudo más que ser arrastrado por toda la arena durante unos interminables quince minutos, tiempo en el que los trabajadores del circo intentaron separar a los leones desde fuera de la jaula, sin éxito. La muchedumbre gritaba y salía despavorida, pero algunos se quedaron absortos contemplando a las fieras arrastrar el cuerpo de Macarte que, zarandeado aquí y allá, suplicando entre gritos de agonía que lo ayudasen, todavía vivía cuando lo sacaron de la jaula, totalmente despedazado, para morir minutos después. Varios domadores fueron preguntados si Macarte podría haber evitado su muerte de aquella manera, y la mayoría coincidían en que aquello era algo habitual: por muchos años de entrenamiento que se dedicase, un solo error resultaba fatal en su oficio.
En el caso de Macarte el error fue salir a la arena con un león que no conocía y, sobre todo, haberle dado la espalda…
El Navarra Arena rebosaba de gente que clavaba sus ojos en el epicentro del estadio, donde en ese momento un terremoto con nombre y apellidos hacía temblar el suelo. Aquel domingo se celebraba una multitudinaria competición de Crossfit internacional y, en el descanso, se había anunciado una exhibición de levantamiento de piedra que todo el público esperaba con interés y cierto desconocimiento. La mayoría de los asistentes eran atletas de alto nivel, acostumbrados a entrenar y competir con ejercicios muy complejos y pesos altos; pero nada les hacía imaginar que iban a ver un movimiento, una sola alzada que los dejaría con la boca abierta.
Doscientos sesenta kilos de piedra negra azabache, imponente y aparentemente inamovible se despegaron del suelo con la gracilidad de un pajarillo alzando el vuelo. El sonido del chaleco al ser forzado y las protecciones de los muslos chirriando ante el peso de la piedra se escucharon en el silencio sepulcral que por un segundo se hizo cuando Urdax Magunazelaia, campeón y récordman absoluto de piedras grandes de Euskadi, se puso la mole de doscientos sesenta en el pecho y soltó las manos, poniendo los brazos en cruz, haciendo que el público aullase enardecido. Volvió a agarrar la piedra, le dio dos golpes que resonaron en la cúpula del estadio y niveló la piedra al hombro con aparente facilidad, ganándose el aplauso de un público que se miraba entre sí repitiendo una sola cifra: “¡¿doscientos sesenta kilos…?!”
Da vértigo, y uno nunca acaba de familiarizarse del todo con ello. La plaza, la competición, los nervios; en otras palabras, la piedra. Es algo que desafía y pone al límite nuestro valor, nuestro cuerpo y nuestra mente: en este deporte se busca la perfección y manejar pesos que para un adulto medio sean inamovibles. He salido a muchas plazas y sigo sintiendo ese cosquilleo, aunque ahora lo haga como entrenador. No cambia. A veces observo a los grandes entrenadores, en su día campeones de esto y, aunque lo ocultan bajo una máscara de tranquilidad, sé que ellos también lo sienten. Lo veo tras la máscara pétrea con la que Izeta esconde sus emociones cuando entra a la plaza con sus campeones; en la aparente tranquilidad de Joseba Ostolaza cuando se dirige a la goma donde sus deportistas van a jugárselo todo, en la mirada mansa de Zelai cuando coge el cronómetro en una mano y el abanicador en la otra. Veo cómo les cambia la mirada cuando su levantador ya no les mira y pasa a observar la piedra. Es el papel del domador (perdón, del entrenador) absorber los nervios e inquietudes de sus levantadores. Es su trabajo rebajar la tensión y las pulsaciones aunque las gradas aúllen y la plaza sea una olla a presión.
Son mi ejemplo, junto a mi entrenador, Atxa. Son mis referentes, aunque no pueda preguntarles todo lo que me gustaría. Me fijo en cómo se manejan con la gente, con sus deportistas, con la plaza. Cómo tranquilizan a sus leones, cómo los espolean, les ponen los pies en el suelo o les dan con el látigo. Nunca llegaré a su nivel: ellos han ganado txapelas, innumerables competiciones como deportistas y luego como entrenadores. Yo no tengo eso. Fui un levantador ligero, no tenía nivel para competir a nivel de Euskadi, nunca me destaqué. Lo mío eran las exhibiciones y las competiciones con piedras de cien kilos, sin acercarme siquiera a las gestas que estos entrenadores han conseguido, imprimiendo sus nombres en la historia de nuestro deporte. Ellos son mi ejemplo, y tiemblo ante la idea de que algún día falten y este deporte pierda esos pilares que lo sostienen ahora.
No tengo ni la mitad de plazas ni experiencia de la que ellos tienen, pero tengo algo que ellos no: las derrotas. En este deporte y en otros: he perdido muchísimo más de lo que he ganado. Nunca he sido un portento, nunca he estado en la parte alta de la clasificación, y aunque haya peleado y entrenado como un enfermo para ello nunca lo he conseguido; ni una sola txapela. Estoy familiarizado con la derrota, la he saboreado tantas veces que conozco ese regusto de memoria: ese deje de frustración, esa impotencia que te hace apretar los dientes, esa incógnita de si podría haber hecho más, entrenar de otra manera, comer, descansar, sacrificar, comprometer algo que me regalase esa última alzada, ese último sprint. He perdido más que ninguno de ellos, y estoy mucho más cansado de perder que cualquiera contra el que me enfrente. Y la derrota me ha enseñado a ser paciente, a esperar ese momento que, ellos mismos me lo dicen, llegará.
El secreto del éxito se encuentra en la jaula de los leones, cuando las luces se apagan y no queda nadie en la grada. El secreto es implicarse y pasar horas y horas con ellos, haciendo que se familiaricen contigo hasta olvidar que eres un ser humano cualquiera y lleguen a pensar que eres uno de ellos. Es el entrenamiento, el cuidado, las curas cuando se hacen daño, las charlas. El secreto del domador es tener los pies en la arena junto a ellos, oler como ellos, ser como ellos.
Pero no puede ser fingido.
El secreto del domador de leones, en el fondo, es llegar a ser uno de ellos.
No tengo prisa. Me ilusiona como el primer día ver una competición, desde la grada o en la misma plaza con alguno/a de mis cachorros. Me flipa ponerle la piedra, aunque sea calentando antes de salir, a campeones de la talla de Urra, Karmele, Azpiazu, Udane, Izeta o Eizmendi. Me remueve hablar con Goenatxo o con Maite Perurena y compartir vivencias o anécdotas. Me emociona tocar las piedras que en su día levantaron Perurena, Ostolaza, Zelai o Gorostidi, agarrar esos eskulekus donde ellos pusieron sus manos mientras el público contenía la respiración y observaban a aquellos gigantes levantar esas moles.
No busco el protagonismo, aunque alguno piense lo contrario. No deseo reconocimiento por nada de esto. Hemos conseguido reflotar el harrijasotze en Álava, y soy consciente de que lo hemos conseguido entre todos los que estamos metidos en el ajo y con ayuda, con gente que ya estaba antes que yo o se mantuvo cuando yo lo dejé. Hay quien me ha criticado, me ha puesto de vuelta y media a mis espaldas por razones que se me escapan. No muchos, la verdad. Critican lo que hago, cómo lo hago y por qué lo hago, pero nunca lo hacen a la cara ni se calzan mis botas para darme ejemplo. El día que lo hagan dejaré de pensar que son ratas intentando entrar en el circo de los leones. Hace ya tiempo que me di cuenta de que es imposible contentar a todo el mundo.
Lo que de verdad me gustaría es ser el entrenador en la sombra. Estar siempre disponible en el harritoki los días de entreno y no salir mucho a la plaza, ser el segundo de a bordo de alguien más experimentado que tuviese las ganas y el tiempo de llevar a los cachorros. En un mundo ideal mi entrenador, Jesús, llevaría este equipo mientras yo me dedicaría a ponerles la piedra y acercarles la toalla y el agua. Ya tuve mi momento de protagonismo hace años, cuando era el único harrijasotzaile alavés y me recorría el territorio echándome piedras al hombro. Pero no puedo contar con eso ahora. Yo, junto a otros, prendí esta mecha, y tengo que recorrer el camino junto a los cachorros, en el puesto que ellos decidan ponerme. Y aunque a veces me queme por querer abarcar tanto, a pesar de ello disfruto de esto: disfruto guiándolos en la plaza, en los entrenos, tranquilizándolos o espoleándolos. Disfruto de las exhibiciones y competiciones donde se dejan el alma; disfruto hasta los momentos malos, cuando la victoria se nos escapa por segundos o una alzada nula hace que tuerzan el gesto de frustración. Disfruto del aprendizaje aunque al llegar a casa me caiga de agotamiento y el dolor de codos y antebrazos no me deje ni levantar un vaso de agua, porque creo que a pesar de todo, de las derrotas, las victorias, el caos de agenda, el dolor físico, los malabares con el trabajo y mi vida personal hemos conseguido lo que buscaba en un principio: poner el nombre de Álava en el mapa del levantamiento de piedra.
Esto es Arabako Harria, y ha llegado para quedarse.
Nunca des la espalda a las fieras, Jackie.