VITORIA-GASTEIZ. 25 DE DICIEMBRE DE 2012.

En la ciudad de Vitoria hay un túnel que conecta la calle Rioja, que empieza cuando acaba el centro de la ciudad y la zona más comercial, con la zona de las universidades. El túnel es oscuro, húmedo, hay una corriente de aire constante y el suelo, liso y de cemento, es de una dureza inmisericorde. Para cruzarlo hay que bajar unas escaleras y es imposible no temblar ante el atronador sonido de los trenes pasando por encima. La gente que lo transita siente que, incluso de día, ese túnel oscurece el ánimo. Por la noche se convierte en el típico sitio del que quieres salir enseguida; miras por encima del hombro a ver si te sigue alguien, y subes las escaleras de salida de tres en tres con el deseo de dejarlo cuanto antes a tu espalda.

En la nochebuena del año 2012, un hombre yacía recostado sobre cartones en el oscuro túnel, resguardado del gélido viento por un viejo y mísero saco que apenas le quitaba la sensación de humedad en los huesos. El hombre, febril, apenas era consciente de su estado. Tiritaba y deliraba, pronunciando frases inconexas desde su boca, rodeada de una barba entrecana recubierta de baba congelada. Su consciencia lo abandonaba por momentos. Habría pedido ayuda a gritos, pero no era capaz de pensarlo siquiera. Eran las dos de la madrugada.

Unos pasos se oyeron desde la entrada de calle Rioja. Parecían ser dos hombres que, a juzgar por el taconeo de sus zapatos, vestían calzado de invierno, zapatos de buen precio. Las sombras de sus largas gabardinas se recortaban en la débil luz de las farolas de la calle Rioja a su espalda, adivinando los perfiles de ambos: alto y ancho de hombros uno, y más bajo y de pelo leonado, el otro. El más bajo parecía caminar un poco más adelantado, taconeando sobre el cemento. En un momento dado, ya cerca de donde se encontraba el hombre entre los cartones (estornudando de manera alarmante), el hombre de cabello leonino soltó una maldición, levantando su pie izquierdo.

-¡Su puta madre! ¡Quién cojones deja la mierda de su puto perro en medio de la puta acera…! ¿Lo ves? Por esto no quiero venir por la puta calle, panda de cerdos…

El hombre corpulento se acercó a él, ofreciéndole un paquete de kleenex. El hombre que había pisado el excremento se quitó el zapato y lo sacudió contra el suelo, pasándole luego unos cuantos pañuelos que mantuvo en su mano, indeciso, como si buscase una papelera donde tirarlos. Al ver al hombre que yacía estornudando recostado en un lateral del túnel, le lanzó los pañuelos llenos de heces con gesto casual, poniéndose de nuevo el zapato con gesto impaciente. Volvió a caminar, seguido del hombre alto.

-Para que te calientes la cara, despojo. Un regalo de Navidad -murmuró el hombre al pasar junto al mendigo acurrucado. La risa del hombre corpulento, a espaldas de su jefe, retumbó en el eco del túnel, quedándose allí mucho tiempo después de que ambos desaparecieran escaleras arriba, camino de las universidades.

El hombre que yacía en el suelo apenas fue consciente de lo que había pasado. Los pañuelos llenos de excrementos se habían pegado a su frente y su barba, y el olor fuerte consiguió despejarlo un poco de su delirio. Se apartó los pañuelos de la cara con gesto asqueado, y su cuerpo se vio estremecido por enormes arcadas. Su estómago, vacío, solo fue capaz de expulsar bilis, que se mezcló en su barba con el regalo que le había lanzado el señor de cabello leonado. Entre toses y arcadas, con el cuerpo al límite de la convulsión, José Manuel Cerrojo, quien más tarde sería conocido en la ciudad como el Kung Fu, alzó un poco la cabeza. Lo suficiente para ver las dos siluetas de los hombres que, entre risas, ascendían a paso ligero las escaleras de salida del túnel. Quedándosele grabado en una mirada helada, más fría aún que el suelo sobre el que yacía aquella madrugada de nochebuena, la figura del hombre de cabello repeinado, el mismo que le había lanzado los pañuelos con gesto de desprecio. Y en su mirada febril surgió, tenue al principio pero bien vivo a medida que su cerebro recuperaba poco a poco la consciencia, el fuego de la venganza.

CLUB NOCTURNO LIBERTY, CARRETERA DE VITORIA A LOGROÑO. MARZO DE 2014.

Rogerio Sánchez Alcázar no podía creer su mala suerte. El reloj digital de su viejo Ford Fiesta marcaba exactamente las 3:11 de la madrugada y él se encontraba ahí, aterido de frío, en un rincón oscuro del parking del más conocido puticlub de la comarca, el Liberty. Su jefe en la redacción lo había mandado allí para ver si podía hacer unas fotografías de algún conocido personaje de Vitoria; era lo que hacían siempre que no había noticias, y aquel mes estaba siendo nefasto para la sección de corazón del periódico local. El jefe se lo había expuesto sin florituras aquella misma tarde:

-Te vas al puticlub y te esperas a ver si sale alguien conocido.

-Pero… ¿a quién quieres que fotografíe…?

-Al que salga y sea mínimamente conocido, me da igual: futbolistas del Alavés, algún político…

-Pero ese no es mi trabajo…

-Me importa un carajo, Rogerio. Estamos bien jodidos ahora mismo, no tenemos nada. A este paso voy a tener que despedir a media redacción. ¿Sigues interesado en el puesto de fotógrafo de la sección de sucesos? Pues ponte las pilas y tráeme algo jugoso, y hablaremos.

Rogerio suspiró, expulsando una voluta de vaho por la boca, producto del frío. No podía creer su mala suerte. “Trece años de fotógrafo para acabar haciendo fotos a escondidas en el aparcamiento de un puti”, se maldecía. “Si mi mujer me viese ahora…”, se lamentaba; aunque dudaba que a Sonia le importase un pimiento su situación ahora mismo. Su relación sentimental se tambaleaba, víctima de la desgana que le provocaba su situación laboral, que lo sumía en un estado de apatía absoluta. Se pasaba horas y horas de un lado a otro con la cámara, pero el sueldo era escaso y las oportunidades volaban. “Conseguiré ese puesto de fotógrafo de sucesos y nos iremos de vacaciones”, se decía Rogerio, esperanzador, en la oscuridad de su Ford Fiesta. “Y volveré a sacar la tarjeta de abonado del Alavés para llevar a Íñigo”.

Su Íñigo. La luz de sus ojos. Su hijo de ocho años, fanático del fútbol. Acarició el llavero que se habían comprado juntos: un plástico en forma de camiseta con los colores del Barcelona y el número del jugador preferido de su hijo, Ronaldinho. Así era como llamaba cariñosamente a su hijo cuando salían a jugar con la pelota al parque. “¡No te tropieces, Ronaldinho…!”. Le parecía tierno y curioso que un chaval de ocho años idolatrase a un jugador que ya apenas jugaba, teniendo a Messi o Cristiano Ronaldo como referencia de millones de niños por todo el mundo. Su hijo era un clásico, y eso le encantaba.

Un ruido en la puerta de entrada. Dos hombres que salían del local, saludando al portero. Uno de ellos era alto, corpulento, y el otro algo más bajo, elegantemente vestido. Se dirigieron sin prisas a un lujoso Maserati que había atraído la mirada de Rogerio nada más llegar al lugar. El fotógrafo sacó la cámara y fijó el objetivo, haciendo zoom en los dos hombres. Al más corpulento no lo reconoció; pero el otro era…

“¡Vaya! Esta sí que es buena”, se dijo.

El abogado Gabriel Sáenz de Ayala, la cara más conocida de la élite vitoriana, saliendo del Liberty un sábado por la noche.

“Esto va a abrir portada”, se dijo Rogerio, presionando el botón de disparo para fotografiar.

Un flashazo hendió la noche, atrayendo la atención de los dos hombres que caminaban por el parking.

“¡Mierda! ¡Joder! No he quitado el puñetero flash…” se maldecía Rogerio, sintiendo que el corazón se le salía del pecho. Escondió la cámara como pudo mientras veía acercarse a los dos hombres, inquieto. Se maldijo a sí mismo. ¡Joder! ¿Cómo podía ser tan inútil? Ahora tendría que pedir disculpas y borrar la foto.

Dos toques en la ventanilla del conductor. Rogerio decidió abrir la puerta y salir del coche para dar explicaciones. Sus pies aplastaron la gravilla bajo sus zapatos con un ruido semejante al de quien pisa cristales rotos.

– Bueno, a ver, puedo explicarlo… quiero pediros disculpas… no quería molestar, soy periodista…

Sus disculpas se vieron interrumpidas por un potente derechazo que el hombre más corpulento le conectó en la mandíbula, dejando a Rogerio desmadejado, al borde de la inconsciencia y sintiendo cómo varios dientes implosionaban dentro de su boca, como si hubiera dado un mordisco a una cucharada de piedras. Los ojos se le cerraron involuntariamente, y su cabeza fue presa de un mareo brutal.

El segundo puñetazo le pilló en el estómago, haciéndolo doblarse por la cintura y cayendo de rodillas al suelo, vomitando. El dolor era insoportable. Su cuerpo expulsaba lo que tenía dentro con violentas arcadas que incluían sangre y dientes al potaje derramado. El hombre elegante soltó una maldición de repugnancia por detrás del armario humano que golpeaba a Rogerio.

-Joder, Basterra, casi me manchas los zapatos. Ten más cuidado.

Rogerio era incapaz de hablar. Quería pedirle a aquel hombre que parase, por favor, que no lo golpease más, pero no tenía fuerzas ni para levantar los brazos en actitud de rendición. Notaba un dolor muy agudo en la zona donde la mandíbula se une con el cráneo, y un pitido agudísimo le taladraba los oídos. Su boca era una sopa de cortes, sangre y dientes rotos que le provocaban un dolor gélido, agudísimo, y le dejaban un sabor metálico en el paladar. El golpe en el estómago le provocaba temblores y arcadas involuntarias mientras el hombre corpulento lo alzaba de nuevo, sin miramientos, y le arreaba otro derechazo que, esta vez sí, mandó al fotógrafo directo a la inconsciencia.

-Mierda, creo que se ha desmayado -murmuró el hombre corpulento, dejando caer el cuerpo de Rogerio.

-Joder -el abogado Sáenz de Ayala había asistido al espectáculo unos metros por detrás, curioso -. No me jodas. Respira, ¿no?

-Creo que sí.

-¡Pero asegúrate, joder! Si se muere, estamos jodidos, Basterra.

– Hostias, no creo que… -Basterra se agachó, acercando el oído a la boca del hombre inconsciente -. Creo que respira.

– ¿Crees?

– Mierda, creo que está mal. Eh, colega -empezó a dar tortazos al hombre desmadejado, sin obtener respuesta -. Mierda. Igual es grave. ¿Qué hacemos…?

-“¿Hacemos?” Tú lo has dejado así, Basterra. No me metas en tus cuestiones de neanderthal.

– Estaba protegiendo su intimidad, señor.

– Pues mira lo que has conseguido, joder -el abogado dio dos pasos hacia el Maserati, inquieto -. Mierda puta. Tenemos que largarnos de aquí -pareció reflexionar por un momento -. Mételo en su coche y llévalo a casa.

-¿A su casa…? No sé dónde vive…

-A mi casa, imbécil.

-¿Al chalet?

-Sí. Lo llevas en el coche, aparcas cerca y lo dejas en el jardín.

-¿Quiere meterlo en casa?

-Llamaremos a la policía y diremos que ha entrado en mi propiedad, y que lo has neutralizado en defensa propia.

-Pero… -el guardaespaldas dudaba -. ¿Y si…?

-Déjate de “y si”, Basterra. Mételo en su puto coche y espera un poco a que yo me haya ido. Luego te acercas a casa, te abro la puerta y arrastras al tío hasta allí, y llamamos a la policía. ¿Entendido?

Basterra no quiso discutir y empezó a meter al desmadejado Rogerio en el asiento trasero del Ford Fiesta. Ayala, que ya enfilaba el camino hacia su coche, vio un brillo metálico en la gravilla del suelo. Se agachó a recogerlo.

Basterra se sacudía las manos después de haber metido como un saco al fotógrafo en la parte trasera del coche. Abrió la puerta del conductor y se metió dentro, sintiendo cómo su corpachón hacía bajar la suspensión del viejo Ford. Dos toques en la ventanilla lo sobresaltaron cuando buscaba las llaves para arrancar aquel fósil.

– Toma, las llaves -le dijo Ayala con su sonrisa de carnicero, ofreciéndole un viejo llavero de la camiseta del Barça con el dorsal 10-. Intenta que nuestro Ronaldinho llegue vivo, al menos.

CALLE PORTAL DE GAMARRA, VITORIA-GASTEIZ. OCTUBRE DE 2016.

Eva María Mendoza caminaba oyendo sus pasos en la soledad de la noche por el polígono industrial de Gamarra. Sus tacones de doce centímetros hacían un ruido hueco sobre el empedrado de las viejas aceras, como si bajo las baldosas hubiese una gran piscina de agua. A Eva le gustaba distraerse con pensamientos fútiles para aliviar el frío y su situación allí. Le gustaba imaginar qué hora sería en su Venezuela natal, por ejemplo, y qué estaría haciendo en ese mismo instante su abuelita, o su mamá, o alguno de sus cuatro sobrinos, a los que veía de vez en cuando por videollamada. Cualquier cosa que despejase por un momento la terrible realidad en forma de vestido blanco y cortísimo, ajustado, bajo el abrigo de piel sintética, con amplio escote y medias de rejilla. Cualquier pensamiento que hiciese frente al perfume barato, al pintalabios excesivo, a la peluca de pelo negro y liso, a los faros de los coches que pasaban muy de cuando en cuando, sintiendo cuando los veía una mezcla de avidez, aprensión y asco. Avidez porque necesitaba desesperadamente el dinero. Aprensión y asco por lo que tenía que hacer para conseguirlo.

El rugido de un potente motor sonó a sus espaldas. Eva desanduvo camino, observando que la luz del semáforo que solía frecuentar se ponía en rojo, iluminando la carrocería de un Maserati plateado que prometía lujo y comodidad, en contraste con el entorno industrial y en ruinas de alrededor. La mujer echó un vistazo a su móvil, escondido en el sujetador: 3:58 de la mañana. Si tenía suerte, pescaría a su último cliente de aquella noche. Se acercó al coche con andar sugerente, moviendo las caderas con intención, pero sin sobrepasarse. La ventanilla derecha de la parte trasera del coche se abrió con un sonido hueco.

– Hola, guapo. ¿Quieres que te acompañe ahí detrás? -propuso Eva, agachándose junto a la ventanilla.

El hombre del interior sonreía con una dentadura blanca, impoluta. Su barba, cuidada, y su pelo leonino peinado pulcramente hacia atrás le conferían un aire de poder por encima del traje azul marino que parecía recién planchado.

-¿Qué hace una chica tan joven y guapa como tú sola por aquí a estas horas? -preguntó el hombre sin dejar de sonreír.

“Ah, otra vez el juego de hacerse el sorprendido al ver una puta. Paciencia, Eva María, este tipo huele a dinero”, se dijo la mujer.

-Estaba esperando que alguien me resguardase del frío -contestó con voz suave, poniendo morritos.

El hombre hizo un gesto con los ojos, señalando el asiento a su lado. No hizo gesto de apartarse para dejarle el suyo.

-Adelante, guapa. Yo te quitaré el frío.

Eva María dio la vuelta al coche, taconeando sobre el asfalto. El conductor, un hombre altísimo y ancho de hombros, se bajó del asiento para abrirle la puerta trasera.

-Gracias -musitó la joven, algo intimidada. El chófer no le contestó.

El cuero del asiento trasero ronroneó bajo el peso de su cuerpo. El conductor volvió a subirse al coche, arrancando.

-No son horas para que una chavala tan joven y guapa ande sola por estos lares -seguía diciendo el hombre del traje caro sentado a su lado.

“No sé si tengo estómago para estos jueguecitos”, pensó Eva María.

-Bueno, ¿cómo se llama usted, señor? -le preguntó.

-Vaya, qué acento más exótico. ¿De dónde es?

-Recién llegué de Venezuela, guapo.

La risa del hombre sonaba como si saliera de lo más profundo de su ser, con una tranquilidad que ponía nerviosa a la mujer.

-Otra panchita… -se dirigió al conductor, inclinándose ligeramente hacia adelante -. Tenías razón, Basterra. Por aquí solo hay machupichus -sonó la risa queda del conductor en la oscuridad de la parte delantera del coche.

-Oiga, ¿qué dianchas dice? ¿Por qué tiene que hablar así de mí? Pare el coche, quiero bajarme… -protestó la mujer, indignada.

-Tranquila, preciosa. No quería ofenderte. Es solo una broma que tenemos mi escolta y yo. No te lo tomes tan en serio, anda -puso una mano sobre el muslo de Eva.

La joven decidió darle una última oportunidad, dejando las cosas claras. Necesitaba el dinero.

-Son cien por un completo -anunció, seca, sin atisbo alguno del tono sugerente que había utilizado hasta el momento.

-Vaya, ¿has oído eso, Basterra? La panchita va de puta de lujo, hay que ver…

Eva María ya había tenido suficiente. Hizo amago de abrir la puerta en marcha, pero estaba bloqueada.

-¡Déjeme salir! ¡No quiero nada con usted! ¡Ábrame…!

El hombre del traje se desternilló de risa. Eva pudo oler su aliento a whiskey desde donde estaba sentada. Enfurecida al ver que no podía abrir la puerta, apartó la mano del hombre de su muslo con un gesto de asco. La transformación en el hombre fue inmediata. Abriendo mucho los ojos, su cara se tornó en una expresión de ira que pareció acaparar todo el habitáculo. Se lanzó sobre la joven, agarrándola violentamente del cuello y poniendo todo el peso de su cuerpo sobre ella. Dio una orden seca al chófer, que aceleró el vehículo, mientras se ponía encima de la mujer. Eva, enfurecida, le soltó un cabezazo en la cara y, acto seguido, le escupió mientras el hombre cerraba los ojos por el golpe. Antes de que la joven pudiese reaccionar, el hombre le cruzó la cara de un tortazo con el dorso de la mano.

-¡Bastardo, hijo de mil putas…! -exclamó Eva, viendo puntitos de luz y aturdida por el golpe, antes de que el hombre le tapase la boca introduciéndole un pañuelo blanco que le provocó violentas arcadas. Una de las esquinas del pañuelo quedó a la altura de la nariz de Eva, y su vista advirtió vagamente unas iniciales bordadas en meticulosa tipografía clásica: G.S.de A.

El hombre sonrió con los dientes y las encías manchados de sangre.

-Qué curioso que precisamente tú hables de putas, ¿eh?

Eva tuvo tiempo de ver por la ventanilla a espaldas del hombre que se adentraban en el inmenso parking del estadio Fernando Buesa Arena, apartado de la ciudad y completamente vacío a aquella hora. El miedo la invadió como un manto pegajoso, introduciéndose por cada poro de su cuerpo a pesar del dolor y el aturdimiento por los golpes del hombre que, ahora lo oía, se quitaba el cinturón con impaciencia, pidiendo al conductor que parase.

Eva María intentó resistirse, en vano.

El sol parecía no tener prisa por salir aquella mañana, y el alba despuntaba perezosa, con apenas un par de rayos débiles en el horizonte, cuando el Maserati paró cerca del barrio ‘okupa’ de Errekaleor. Un ligero sirimiri calaba el asfalto donde un corpulento hombre trajeado depositó sin lindezas el cuerpo desmadejado de Eva María Mendoza, al borde de la inconsciencia. Su abrigo había desaparecido y su vestido blanco estaba desgarrado y manchado de sangre, roto por la falda y el escote, dejando un pecho a la vista. Tenía la cara con el maquillaje completamente corrido, con los ojos rodeados por sendos círculos negros y la boca y barbilla rojos donde el pintalabios se había mezclado con la sangre. El corpulento chófer la despachó del asiento trasero como si fuera un saco y volvió a montarse en el coche, poniéndolo en marcha agresivamente, levantando gravilla y agua con estruendo a escasos centímetros de la cabeza de la joven que yacía en el suelo. El coche se perdió en los últimos vestigios de oscuridad que dejaba la noche.

Dos hombres encontraron el cuerpo cuando salían del barrio hacia el centro, caminando bajo la lluvia, arrastrando sendos carritos de la compra del Eroski donde parecían llevar todas sus pertenencias. Vestían viejos abrigos, muy ajados, y cubrían sus cabezas con gorros de lana. Tenían largas barbas canosas y despeinadas. Uno de ellos vestía un par de zapatillas, cada una de distinta marca y color, y el otro calzaba unas Doc Martens negras con mil y una marcas que, por lo que se adivinaba, habían sobrevivido más de una década de intemperie, por lo menos. Cando avistaron el bulto en el asfalto, entre la lluvia y la niebla, pensaron que sería algo de basura o ropa vieja. Cuál fue su sorpresa al distinguir un pelo oscuro y unas piernas desnudas, cuya aparición los sobresaltó de tal manera que se acercaron corriendo a donde se encontraba la joven, dejando los carritos tras de sí.

-Hostia puta, chacho, ¡pero si es una muchacha! -exclamó uno de ellos, el de las zapatillas de distinto color, asustado.

El de las Martens, más práctico, se agachó sobre la mujer, acercando el oído a su boca. Le puso dos dedos sobre el cuello.

-Respira débil y tiene el pulso muy lento; tenemos que llevarla a un lugar caliente y secarla cuanto antes -anunció, quitándose el sucio abrigo y cubriendo a la chica.

Su compañero hizo lo mismo, y entre ambos cubrieron el cuerpo de la muchacha como pudieron.

-¿Te ves capaz de llevarla entre los dos? -preguntó el de las Martens a su colega, señalando las casas de Errekaleor con un gesto de la cabeza.

El hombre de las zapatillas de cada color encogió los hombros y se agachó sobre la joven.

-Igual me mareo un poco porque he desayunao’ zumo de uvas, pero tenemos que llevarla. No podemos dejarla aquí…

Entre los dos alzaron a la joven, que había perdido el sentido y ni siquiera temblaba, calada y helada como estaba. La alzaron con todo el cuidado posible, sosteniéndola por las axilas y los tobillos, y se dirigieron con paso renqueante hacia las casas del barrio, distantes apenas trescientos metros de allí.

Un sonido metálico resonó bajo sus pies. El de las Martens alertó a su compadre:

-El llavero, Ronaldinho, que se te ha caído. Recógelo, que yo sujeto a la chiquilla.

Ronaldinho dejó los pies de la muchacha en el suelo con suavidad y recogió el viejo llavero, limpiándolo del agua y la suciedad del asfalto. Volvió a coger los pies de la chica con renovadas energías.

-Menos mal que me avisas, Kung Fu…

CONTINUARÁ CON LA PARTE 5 FINAL…

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