El hombre rondaría los sesenta años: tal vez los superase, de hecho. Mediría alrededor de metro setenta y poco, era ancho de hombros, compacto, con rasgos marcados y duros. Tenía el pelo blanco, perfectamente peinado hacia atrás, y un bigotazo enorme del mismo color le surcaba la cara, rizándose ligeramente en las puntas. Vestía siempre muy elegante: pantalones de traje, a veces a rayas o a cuadros, de colores oscuros; siempre con alguna camisa, generalmente de manga larga y bien vestida, y a veces usaba tirantes, que complementaba con un chaleco sin mangas por encima cuando hacía frío. Solía llevar los botones del cuello desabrochados, y lucía quincalla de plata por el cuello y las muñecas. Era un tipo de buena presencia, con clase y porte. Pero lo que me llamó la atención la primera vez fueron los zapatos. El tío siempre vestía unos zapatos de color verde oscuro de punta estrecha, siempre lustrosos, como si los hubiera desembalado esa misma mañana. Parecía sacado de una película de Tarantino.

Trabajaba de barbero, y salía siempre del pequeño establecimiento que tenía en la calle principal para fumarse un cigarrillo a la misma hora que yo pasaba por allí por motivo de mi trabajo: a las once y a las dos. Parecía trabajar de sol a sol, pues siempre se le veía tras el escaparate, maquinilla y tijeras en mano, trabajando en cliente tras cliente como quien va despachando enemigos en batalla. Y no le faltaba clientela para ser una peluquería para hombres: ancianos, niños, gente de todas las edades, incluso jóvenes que venían a pedirle el último peinado de Cristiano o Bad Bunny. Salía a la plazoleta empedrada de enfrente, se paraba en alguna sombra y se encendía un pitillo con una parsimonia digna de un samurái. Daba la primera calada sin ansias, expulsando el humo por un lado de la boca, y se quedaba observando un punto en el infinito, generalmente en la esquina de la iglesia que daba acceso a la plaza, sin prestar aparente atención a nada más. Si chispeaba, si hacía viento, si el sol apretaba o helaba, el hombre salía, se encendía el cigarro y se quedaba quieto como una estatua, el perfil tranquilo, sereno, como si nada en el mundo fuese con él. A veces lo acompañaba el turco del establecimiento vecino: se echaban el cigarrillo en silencio, se despedían con un gesto y volvían al tajo, sin más palabra. Era algo extraño; me tranquilizaba verlo fumar. Daba igual lo que ocurriese aquel día, las dificultades con las que me enfrentase, si era un día de mierda, aburrido o divertido: el barbero siempre estaría echándose su cigarrito en la plazoleta, mirando a la nada, con toda la tranquilidad del mundo. Y eso me consolaba. Podrán llegar las siete plagas, caerse el cielo sobre nuestras cabezas o tal vez nos invadan los extraterrestres: y ahí seguirá, fumando. El colega.

Un día me sorprendió una situación fuera de lo común. Mientras yo hacía mi descanso, intentando la dificilísima tarea de comerme un paraguayo sin hacer ruido de succión para que la gente de alrededor no me tomase por un homo erectus, sentado sobre el respaldo de un banco en la acera opuesta a la iglesia, observaba sin prestar atención la plaza donde, en ese momento, el barbero estaba fumando su habitual pitillo. De improviso, dos furgonetas de la Ertzaintza aparecieron doblando la esquina de la plaza a toda velocidad: chirrido de ruedas, frenazos, gente que se agolpa en los escaparates y en la calle para ver mejor, algún grito. Tensión. Antes de que las ruedas dejasen de girar ya había un batallón de antidisturbios saliendo por las puertas con casco, chaleco, coderas, guantes, rodilleras y botas que tenían pinta de echar abajo puertas de un solo puntapié. El ruido de toda aquella armadura a cada paso que daban parecía hacer temblar el suelo. Salieron corriendo como obuses, escudos y porras en mano, directamente hacia el bigotudo peluquero.

Yo me fijé en él en cuanto vi que aparecían las furgonetas; me producía curiosidad ver cómo reaccionaría Don Impasible. “A ver si ahora sigues siendo de piedra, compadre”, pensé. Pues el tío no decepcionó: no alteró el gesto. Su mirada se mantuvo impertérrita cuando vio derrapar las furgonetas, su mano se movió con la misma parsimonia para acercarse el cigarro a los labios mientras el batallón de corpulentos pretorianos se acercaba a la carrera, imparables, y tomó una profunda calada, con la misma serenidad que cualquier otra mañana, en el momento en el que los policías estaban a escasos metros de llevárselo por delante. Recuerdo que en ese momento pensé que una de dos: o estaba loco, o era el tío más valiente y sin vergüenza que había visto en toda mi vida.

En realidad, y disculpad la expresión, lo que pensé fue “vaya par de cojonazos”.

Aquella imagen la recuerdo a cámara lenta: el barbero expulsando el humo en lentas e hipnóticas volutas plateadas, el perfil del hombre erguido, inmóvil y relajado, mientras los antidisturbios pasaban de largo a su lado, casi rozándolo, sin que aquello modificase un ápice la expresión del veterano peluquero.

Atravesando la plaza, irrumpieron en el establecimiento inmediatamente contiguo a la barbería de nuestro amigo, un kebab de dimensiones minúsculas y aspecto cochambroso, al grito de “¡Policía!”. Hubo ruidos, más gritos, gente que se acercaba para ver qué pasaba. Al rato sacaron a los dos únicos trabajadores del lugar, con las manos esposadas y escoltados por dos policías cada uno, camino de las furgonetas. Y al pasar al lado del barbero, el mayor de ellos y propietario del kebab lo saludó con un asentimiento de cabeza, como si en vez de irse detenido se encontrase con su vecino un día más en la plazoleta para fumar.

-Hoy igual no puedo acompañarte con el cigarrito, Jorge -comentó el tipo con fuerte acento turco.

Y el tal Jorge, que se había girado parsimoniosamente para ver salir a los dos turcos, se quitó el cigarrillo de la boca, expulsando el humo mientras contestaba, con toda la plaza y los agentes mirándolo, sin alterar el gesto ni mostrar expresión alguna:

-Pues entonces te espero mañana, Ahmet.

Y el turco sonreía mientras se lo llevaban.

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Me animé a saludarlo uno de mis últimos días de trabajo allí. Caía alguna gota suelta, como si el cielo estuviese de lunes y no tuviese muchas ganas de mojarnos. Era una de esas mañanas de septiembre, con furgonetas de proveedores aparcando en segunda fila, gente yendo de aquí para allá por trabajo, trámites, recados. La plaza se veía desangelada sin los niños que, hasta hace poco, se habían pasado las mañanas de verano allí jugando con el balón, los globos de agua y las bicis. Pero el veterano de pelo canoso no fallaba. Me acerqué con las manos en los bolsillos, sin querer molestarlo.

-¿Jorge?

El hombre se llevó el cigarrillo a los labios y entrecerró los ojos, intentando reconocerme. Me presenté para que aquello no pareciese nada raro: “me llamo tal, trabajo en cual. Por mi trabajo veo esta calle todos los días. Me ha parecido curioso su atuendo, su manera de quedarse aquí parado, la elegancia”. El tipo sonrió a medias, divertido. Me ofreció tabaco, le dije que no, gracias, y nos contamos un poco la vida. Me preguntó sobre mi trabajo, de dónde era, si me gustaba el sitio. “La gente es comprensiva cuando la cago en el curro”, le confesé, y se reía quedo, como si no pudiera hacerlo muy alto. Me dijo que llevaba allí muchos años, pero que antes de barbero había sido camarero y marino. “Y croupier en Montecarlo, un año”. Sonreía un poco, al recordarlo, vuelta la vista a su rincón de siempre.

-No han pasado años, ni nada.

Hablaba bajito, como si tuviera las cuerdas vocales tocadas. Aprovechando la ocasión, le referí la anécdota del día de los antidisturbios, cuando se llevaron a los del kebab. Le comenté que me había sorprendido y me había hecho gracia, a la vez, su reacción. El barbero se rascó el mentón con la misma mano que sostenía el humeante cigarrillo, siempre mirando a la esquina de la iglesia, por donde aparecieron aquel día las dos furgonetas.

-Porque ya sabías que no iban a por ti, ¿no? -le pregunté.

Expulsó el humo, negando con la cabeza.

-No, la verdad. Parecía que venían a por mí -reconoció.

Me sorprendí.

-¡Parecían los jinetes del Apocalipsis, dispuestos a arrollarte y llevarte ante La Muerte…! -exclamé, riendo, entre divertido y admirado.

Y entonces, interrumpiendo una calada (nunca le había visto hacerlo) dejó de mirar la esquina de la iglesia, como si volviese en sí, y me clavó los ojos. Nunca me había fijado, pero los tenía de un azul muy claro. Sonreía, siempre a medias, con un minúsculo gesto que alzaba levemente la guía izquierda de su bigotazo. Parecía muy mayor.

-Como pasará tarde o temprano, con o sin jinetes.

Alzó una ceja ante mi gesto de desconcierto.

-Lo de que La Muerte nos arrolle -aclaró.

Se colocó el pitillo entre los labios y su mirada volvió a perderse en ese infinito en el que parecía alcanzar el zen. Exhaló, separándose el cigarrillo solo unos centímetros de la boca, hablando mientras echaba el humo, como si tratase de dibujar sus palabras con él.

-Intentaremos hacerle frente de la misma manera, ¿no te parece? -volvió a aspirar la última calada y apagó la colilla en la tapa de una papelera que tenía al alcance, lanzándola después al interior. -Que no tenga el placer de vernos arrodillados.

Y guiñándome un ojo en su cara de cuero curtido, se despidió, volviendo a la barbería, donde ya lo esperaba un cliente que lo saludaba. Sin saber que, a su espalda, ligeramente boquiabierto y con las cejas alzadas, yo lo miraba, agradecido y flipado a partes iguales, por lo mucho que me marcarían sus palabras para siempre.

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