Aquel domingo era gris y caía una suave llovizna sobre el cementerio. La hierba que rodeaba las lápidas y los panteones se veía arropada por un manto de agua que le daba un aspecto resbaladizo, como si se pudiese esquiar sobre ella. La niña correteaba pateando los tallos de las flores, extasiada con la explosión de gotitas que provocaba. Tenía siete años y se llamaba Coral. Sus padres, junto con su familia al completo, estaban en el pequeño edificio de hormigón que se encontraba en la entrada al camposanto, en la ceremonia de entierro del abuelo. Aquellas paredes de cemento, el día nublado y la cercanía de los restos del abuelo sumían a la niña en un estado de tristeza que, a juicio de sus padres, no tenía por qué padecer. Así que su madre, al ver que su hija se impacientaba, dejó que se fuera a corretear; el ambiente allí era deprimente, y los ventanales del lugar le permitían no perder de vista a la niña. Algunos familiares la miraron con un deje de desaprobación en el semblante, pero ella les sostuvo la mirada, desafiante. Era su padre el que estaba en el féretro.
Tengamos la fiesta en paz, Jackie.
El caso es que Coral, en su inagotable carrera pateando hierbajos y zigzagueando entre lápidas, vio en lo alto de la colina, coronando ésta, un solitario panteón, más grande que los anteriores. Más grande y diferente: aunque se entreveía un ángel de piedra de tres metros de altura custodiando la entrada, el cuerpo de la estatua estaba envuelto en hierbajos, maderas, lazos de cuero y flores resecas, cuidadosamente colocadas aquí y allá. Parecía la pira de una hoguera de San Juan antes de darle fuego, con un par de alas de piedra de grandes dimensiones asomando por los lados. A los pies de la estatua modificada, unas escaleras se adentraban en la oscuridad.
Coral se acercó, frenando su carrera progresivamente, hasta quedarse totalmente quieta frente a las escaleras. Sus ganas de golpear flores y bailotear por el césped húmedo se esfumaron con un soplo de viento que le quitó todo el calor del cuerpo. Se dispuso a darse la vuelta, pero un susurro, proveniente de la oscuridad del sepulcro, la detuvo. Creyó oír su nombre.
Vaciló.
Unas manos invisibles agarraron de improviso sus pequeños tobillos, tirando de ella hacia la oscuridad de la tumba. Coral resbaló, cayendo de culo, y la inercia hizo que cayese por los escalones, botando con su trasero en ellos tres, cuatro, cinco veces. Sus pies tocaron el suelo de aquel sótano, dejándola sentada sobre el último escalón, temblando, con la respiración agitada por el susto; el golpe no había sido fuerte, y la mullida hierba había amortiguado su caída. Pero en su mente, intentando abrirse paso entre la inocencia y la inexperiencia, el miedo a la oscuridad dejaba paso a una duda aún más aterradora. Algo que la paralizaba de tal manera que no se veía capaz de volver a subir las escaleras. No en ese momento, al menos.
¿Qué demonios le había agarrado de los tobillos?
Como respuesta, el susurro, antes casi inaudible, se hizo patente en aquella oscuridad. Una voz ronca, de mujer, tarareaba un mantra, lento, que fue subiendo de volumen, en estrecha relación con el aumento de la oscuridad: lo poco que la niña podía ver allí dentro, apenas paredes de piedra húmeda y suelo de tierra, pareció sumirse en una negra neblina.
–Yo uan na hei-na-ho…
La voz repetía la frase, cada vez más y más alto, más rápidamente.
–YO UAN NA HEI-NA-HOOO…
De improviso, un grito en la oscuridad.
-¡YO UEI-NA!
La neblina se disipó, dejando que un halo de luz exterior penetrase en la oscuridad. No era mucho, pues el clima, lluvioso, no era muy alentador aquel día. Un rostro de piel muy negra se materializó de la nada, surgiendo de la oscuridad.
-Coral…
El susurro asemejaba al gruñido de un tigre adormilado. La faz de la mujer se hizo poco a poco más visible, dejando a la vista un largo pelo negro que caía, en forma de rastas y trenzas, lleno de abalorios, por los hombros y la espalda de la mujer. Cubriéndole todo el cuerpo vestía una tela africana, semejante a un poncho, de colores verde, negro y rojo oscuros, e iba descalza; sus uñas eran larguísimas y arañaban el suelo del sepulcro.
-No tengas miedo, niña -la extraña se le acercó. Bajo sus ojos, de color negro y sin pupila bajo unas larguísimas pestañas, tenía tatuados tres puntos, formando una línea horizontal: tres a cada lado. Su boca se abrió en un amago de sonrisa, develando unos dientes amarillentos. La voz parecía la de una persona que llevase fumando noventa años. La mujer le tendió una mano repleta de anillos y pulseras -. Ven. Te enseñaré algo.
Coral no era dueña de sus acciones. Confusa y asustada, preguntándose cómo aquella extraña mujer podía saber su nombre, su cuerpecito temblaba. Dejándose agarrar, siguió a la señora a las entrañas del túmulo, adentrándose en la oscuridad. La mano de la mujer era suave y cálida; pero la niña seguía temblando, con la imagen de esos ojos, esos dos pozos de negrura, grabada a fuego en su pupila.
Se detuvieron. Frente a ellas se alzaba una figura humana, inmóvil, altísima; mediría alrededor de dos metros y medio. Entrecerrando los ojos, Coral vio que no se trataba de ningún ser humano, si no de una figura de aspecto humanoide, hecha con los materiales que había visto fuera, recubriendo la estatua del ángel: ramas de árbol, paja, sacos de lino, piedras, fruta, y… ¿qué era eso? La oscuridad y el miedo la confundían. Pero, ¿acaso eran…?
Animales muertos, Jackie.
Sacrificios.
Gallinas, ratas, un zorro, palomas. Desmembrados, con miembros colocados aquí y allá: las patas de gallo en un collar alrededor del cuello de la figura, la cabeza del zorro como sombrero, plumas por todos lados…
-¿C-cómo…? C-c… -balbuceó la niña, asustada.
-Ssh, no tengas miedo, Coral -la mujer negra se agachó tras ella, con su brazo rodeando los hombros y la boca a escasos centímetros de la oreja izquierda de la niña -. Me llamo Sunu.
-Sunu -repitió la niña, absorta.
-Eso es, Sunu. ¿Y sabes una cosa, mi niña? ¿Sabes a qué me dedico…?
Coral no apartaba la mirada de aquella figura frente a ella, elaborada con restos de animales muertos.
“Eres una bruja”, pensó la niña en el interior de su cabeza, sin verbalizarlo.
Sunu lanzó una sonora carcajada al aire. Como si supiera lo que la niña estaba pensando.
Como si la hubiera escuchado.
-A veces el auténtico valor se esconde tras los ojos asustados de una niña -el murmullo de la hechicera bajó de tono, acercándose otra vez a la oreja de la chiquilla, casi rozándola con sus labios -. Puedo hablar con los espíritus, pequeña. Con los muertos.
Coral no se movió. Sunu bajó aún más la voz, convirtiéndola en un susurro casi inaudible.
-¿Quieres hablar con tu abuelo? -ofreció.
La niña, perpleja y asustada, se giró hacia la hechicera. Los tatuajes bajo los ojos, los labios carnosos rodeando los dientes amarillentos y el tintineo de sus collares y pulseras la sumían en un estado de pavor; pero la última pregunta, susurrada en la oscuridad, le despertó la chispa de valor que necesitaba.
Volver a ver al abu.
Asintió con la cabeza, decidida.
-Acércate -Sunu le señaló la figura que se alzaba frente a ellos -. No le tengas miedo.
Coral dudó.
-Ve -la animó la bruja.
La niña suspiró. Dio unos pasos cortos hacia la figura, separándose de la mujer. Respiró hondo, armándose de valor, y alzó la mirada hacia la cara de la figura. Bajo el sombrero con la cabeza del zorro, una máscara de paja y finas ramitas le devolvió una mirada vacía, sin ojos. Era aterrador. La oscuridad dibujaba formas a su alrededor.
-S-sunu… a-aquí no pasa nad…
Un leve parpadeo tras las ramitas de la cara. Dos puntitos que brillan en la oscuridad. Parecían… un momento… ¿podían ser los ojos del abu…?
Una voz de ultratumba reptó entre las formas de la figura que se erguía en medio del sepulcro.
–Coral… la niña de mis ojos…
La niña no reaccionó, completamente perpleja. Su boca formaba una “O” perfecta.
Era la voz del abuelo.
La voz de su abu, esa voz de hablar lento y tembloroso. La voz de aquel hombre que la llevaba a hombros, echaba carreras con ella, le daba sugus a escondidas. La misma voz del hombre que, como le explicaron sus padres, ahora estaba en el cielo, cuidando de todos ellos.
–Mi niña… acércate, que pueda verte.
Coral volvió a dudar. Estaba aterrada, pero su mente infantil había ido clasificando la situación paso a paso: caída por las escaleras, shock; aparición de la bruja negra, miedo, pero a la vez una extraña seguridad; la figura erguida en la oscuridad, hablándole con la voz de su querido abuelo (por lo que a ella respectaba, igual esa bruja podía traer al abu de entre los muertos, ¿quién dice que no?), aterrador, sí, pero… esperanzador.
Aquella esperanza borró el atisbo de sospecha que se formaba en su mente. Una vocecilla en la parte posterior de su cerebro que le murmuraba cosas que, a pesar del valor y la inteligencia que había demostrado la pequeña a sus pocos años, no llegó a escuchar.
El abu nunca la llamaba Coral, o “mi niña”. Siempre la llamaba de la misma manera, y nadie más que él la llamaba así.
Ignoró la vocecilla de su mente. Esa misma voz que, a medida que cumplimos años, escuchamos a un volumen mayor: la misma que nos avisa de los errores cometidos, la que nos aconseja cómo proceder para no tropezar dos veces con la misma piedra. Hay quien la sigue ignorando, deliberadamente, pero no era el caso de nuestra pequeña amiga: ella aún era demasiado joven, demasiado inocente.
Ah, la infancia.
Coral dio dos pasitos adelante. Si hubiese alargado un brazo habría tocado la silueta.
Un crujido en las faldas de la figura. El brillo de los ojos no se apagaba.
–Acércate más, Coral. Quiero decirte algo.
Es curioso cómo funciona el instinto de supervivencia, porque fue en ese momento cuando a la niña le saltaron las alarmas. Se había metido en aquel sepulcro; había hecho caso a aquella bruja; incluso se había acercado a aquella fantasmagórica figura que le hablaba con la voz de su abuelo. Pero aquella última exigencia, cuando ya estaba metida hasta el cuello en la boca del lobo, hizo que su instinto, desentrenado y en fase de desarrollo, disparase las alarmas a todo volumen en su cabecita. Peligro, Coral. Aquello era demasiado.
Dio media vuelta, alzó el pie derecho para impulsarse y, justo antes de que pudiera iniciar su carrera al exterior, las mismas garras invisibles que la habían conducido al interior del panteón la agarraron por ambos brazos, inmovilizándola. El tacto era frío. Inhumano.
El tacto de la muerte.
Una voz de aliento helado le habló al oído:
– Sal de aquí, Cori. Huye, corre. No mires atrás. Sal de aquí, ¡¡YA!!
Esta vez era su abuelo. El de verdad. Lo supo al momento.
Sus pies parecieron volar. Se adentró en la oscuridad, buscando la luz de las escaleras, oyendo sus botitas contra el frío suelo. A su espalda, un coro de aullidos y alaridos humanos y animales parecía querer darle caza, taladrándole los oídos. Se acercaban, subiendo de volumen. Una neblina roja, tiznada de plumas manchadas de sangre que caían como confeti, recubría todo; la niña siguió corriendo, las lágrimas de puro terror resbalando por su cara, mientras hacía aspavientos para apartar las plumas que le dificultaban la vista. Un relámpago rojo iluminó el sepulcro en su totalidad: cientos de ojos blancos, sin pupila, atravesaron a la niña con sus miradas, provenientes de figuras talladas en madera y piedra; figuras humanas, altas, bajas, gordas, delgadas. Algunas de ellas vestían pieles y plumas de animales sacrificados.
Algunas de ellas eran esqueletos humanos. Calaveras que la traspasaban con sus miradas desde cuencas vacías, llenas de insectos de incontables patas que reptaban, entrando y saliendo, por los orificios de los ojos y las narices.
El destello duró un segundo, pero fue suficiente para que la cabeza de la niña colapsara por el terror y, a su vez, divisara las escaleras de salida. Sin pensar, sin ser ya dueña de sus actos, los pies de la pequeña la condujeron escaleras arriba. Ya no corría ni gritaba. Salió de allí en silencio, perdiéndose en la lluvia que ahora arreciaba con furia, camino del edificio donde se encontraba su familia. Esta vez sin corretear ni patear flores. Con la faz inexpresiva, neutra, y perdido aquel brillo en la mirada que caracteriza a los niños de su edad.
Jamás recordaría lo que había vivido allí.
Mientras tanto, en el interior del túmulo, bajo el sonido de la lluvia que caía con furia sobre la losa que lo cubría, las carcajadas graves de la hechicera se adueñaron del lugar, cubriendo cada centímetro de piedra. El tintineo de sus pulseras y collares acompañaba su macabra danza alrededor de la figura con restos de animales sacrificados, provocando con su quincalla destellos metálicos en la oscuridad. Su risa asemejaba a un cántico, un ritmo que acompasaba sus pasos y sus movimientos de brazos alrededor de la pira.
La figura inmóvil que regía aquella oscuridad habló; esta vez sin la voz del abuelo de la niña, si no con otra, más ronca y suave, con un deje francés y acento africano:
-No había necesidad de asustarla, Sunu.
La hechicera no paró su danza alrededor de la figura. Habló a través de su canto:
-Le he dado la oportunidad de despedirse, Papá. Tú habrías hecho lo mismo.
El collar con las patas de gallo pareció moverse, como si su dueño se aflojase una corbata imaginaria, incómodo.
-No todos los espíritus deben ser convocados. A veces es mejor dejarlo estar…
La danza de la hechicera la colocó directamente frente a la alta figura. Sacando una botella de entre las telas que cubrían su cuerpo, Sunu bebió un líquido ambarino, llenando su boca. Después, con un fuerte gesto de su cuello y cabeza, escupió todo el líquido hacia la figura de madera y paja. Los ojos de la bruja brillaban, expectantes. Desafiantes.
-Esto solo acaba de empezar.
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Te voy a describir lo que le hace la cocaína a tu cuerpo, Jackie.
Es como nieve seca, da la sensación que un soplido la haría desaparecer en una nube de diminutas partículas. La aspiras fuerte por la nariz y sientes el polvo ascendiendo por tu fosa nasal, y echas la cabeza hacia atrás; oh, sí, ahora sí. ¡Yiiiii-ha! El subidón es potente: te catapulta como un bombazo. Es como tomarte siete cafés solos de una sentada. Te sientes fuerte, enérgica: puedes con todo, no hay nada que no puedas hacer. Los sentidos se te agudizan, pero manejas la situación, no se te escapa nada. Podrías correr a través de un muro de ladrillos y no sentir el impacto; saltar esa barra del bar y tragarte los cubatas de trago; podrías sonreír al maromo que no te quita la mirada de encima, señalarle la puerta del baño con un gesto de la cabeza y, una vez dentro, arrancarle el pantalón, sentarte encima y hacer sentadillas hasta que pida clemencia.
Sin bajar el ritmo un ápice.
Si te ves capaz de manejar la situación, aspirar coca es como montarse en un Lamborghini a 250 por hora.
¿Sabes cuál es el problema, Jackie?
Que desde un Lamborghini no puedes gestionar el pánico. No puedes hacer frente al miedo. Al terror.
A eso que sube por las escaleras.
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Los pasos subían acelerados por la espiral de caracol, punteando cada escalón como si fueran disparos. Raúl se encontraba en shock, todavía con la carta de la hechicera a sus pies. Unos gritos a su espalda lo sobresaltaron.
-¡Raúl!
Carmen lo llamaba a gritos desde la oficina, aterrorizada por los alaridos que subían desde la oscuridad de la planta baja. El empresario reaccionó, corriendo hacia el despacho. Entró a toda prisa, cerrando la puerta tras de sí, intentando sin éxito cerrar la puerta con llave. Carmen lo apartó de un empujón.
-¡Déjame a mí!
La puerta se cerró con un click en el exacto momento en el que una figura se materializaba por el hueco de la escalera. Carmen y su jefe retrocedieron de espaldas, chocando con las sillas y el escritorio, sin perder de vista a la figura que parecía buscarlos, husmeando, en la oscuridad. Por lo poco que podían apreciar parecía uno de los cocineros chinos: el delantal negro no dejaba lugar a dudas. Pero no era eso lo que les hacía retroceder de puro terror.
Los ojos. No tenía ojos.
Dos cuencas vacías y ensangrentadas.
Una segunda figura apareció tras el cocinero. Era una de las mujeres que atendía los pedidos, con el pelo recogido en una larga coleta. Ella…
Ella tampoco tenía ojos.
Parecía que les habían disparado dos veces en la cara, o que alguien, alguien enfermo, una bestia, les había arrancado los ojos con sus garras, ensanchando las cuencas.
Lágrimas negras resbalaban por sus caras, zigzagueando entre los pómulos y acabando en el mentón.
Carmen no pudo evitar un gemido de puro horror.
Las dos figuras dejaron de husmear. Su atención se posó en la oficina. Empezaron a acercarse con andares torpes, brutales, como si lo que guiase sus pasos fuera un hambre primitiva, animal, y no un sistema psicomotriz humano.
Chocaron contra el cristal con un estruendo. Raúl y Carmen gritaron.
-¡Van a reventar el cristal! -sollozó Carmen.
La barbilla del empresario temblaba sin control.
-N-no… no van a…
Los dos trabajadores del local aporreaban el cristal con manos torpes y muecas imposibles en sus caras. Abrían y cerraban la boca sin control, como si masticasen el aire, golpeando el cristal con sus dientes, dando cabezazos que hacían temblar toda la cristalera y reverberaban en todo el edificio. Sus dientes empezaron a saltar, quebrados, y sus caras recibían golpes y cortes que una persona no sería capaz de soportar. La mujer de la coleta golpeó el picaporte de una embestida, con la cabeza, abriéndose un tajo en la cara del que asomó el arco cigomático en una explosión de sangre.
-¡¡QUÉ COJONES ESTÁ PASANDO…!! – gritó Martín de Santo sin dar crédito a lo que veía.
Una tercera figura se materializó tras las dos que trataban de acceder a la oficina del jefe. Era otro de los cocineros, más corpulento que los demás. Arrancó en carrera desde lo alto de las escaleras, con los brazos inertes a ambos lados del cuerpo, con un alarido gutural sacado directamente de sus entrañas, y embistió la cristalera con la cabeza y el hombro derecho.
El cristal estalló.
Los gritos, la sangre, el ruido de los cristales que llovían por todos lados, los muebles que eran golpeados, Raúl que agarró a Carmen y la empujó hacia las bestias, la mujer tropezando y quedando a los pies de éstas, que no se agacharon y la pasaron por encima, lanzándose a por el hombre, que se vio acorralado en una esquina de la oficina y empezó a lanzarles un flexo, la butaca, el sombrero…
-¡Carmen, ayúdame! ¡¡CARMEN!!
Intentó defenderse a puñetazos, pero las bestias se lanzaron como hienas sobre su presa, mordiendo y arañando, insaciables, con sus bocas ensangrentadas.
-¡Por favor, no! ¡Por piedad…! ¡Aaaahh…! ¡NO, POR FAVOR, NO…!
Sus gritos de auxilio y clemencia se vieron sustituidos por alaridos de absoluto pánico y dolor cuando las tres criaturas, en un coro de gemidos y gruñidos de ansia, empezaron a devorarlo vivo.
-¡¡¡CARMEEEEEN…!!!
Carmen se giró, totalmente en shock. Lo único que alcanzó a ver entre los cuerpos de las tres bestias fue la cara de su jefe, que en aquel exacto momento se sumía en un géiser de plasma cuando una de ellas hundió su cabeza en la yugular de Raúl.
Sangre, tendones, saliva, gritos, gruñidos, piel, pelo, oscuridad.
La barbarie.
Sin tiempo de pensar, como si no fuera ella la que lo decidió, Carmen se vio levantándose, torpe, agarrando el sombrero que yacía en la moqueta, a su lado, y encaminándose apresuradamente a las escaleras, sin mirar atrás. A su espalda, a los gruñidos y jadeos de las bestias se le sumó el sonido de masticación de piel, carne y huesos: chasquidos, golpes y ruidos de deglución.
Corre, Carmen.
Bajó las escaleras en completa oscuridad, descalza como estaba, sintiendo el frío metal bajo las medias que cubrían sus pies. Llegó a la planta baja y se quedó inmóvil, aterrada, confusa, sin tener idea de cómo había llegado allí.
Y ahora qué, Jackie.
Por lo que sabía, en el establecimiento debían quedar, al menos, tres trabajadores más, pero no había rastro de ellos por ninguna parte. Todo su cuerpo temblaba, y su mente era un torbellino de ideas que no se asentaban: en el paso de un segundo, pululaban como relámpagos el horror, la angustia, el shock, el pánico, el asco, el instinto de supervivencia…
Un momento, espera. Supervivencia. Elegimos la opción de supervivencia.
Dio un paso en la oscuridad. Su oído se agudizó; el ruido del piso de arriba había cesado. El silencio podía cortarse con un cuchillo.
Echó a correr, rogando al cielo que la dirección en la que lo hacía fuese la de salida. Chocó con un objeto inamovible, tal vez la barra del mostrador o una mesa, y algo cayó con estrépito al suelo. Desvió su trayectoria, avanzando unos metros, pero tropezó con un nudo de cables que había en el suelo, volvió a chocar contra algo y cayó al suelo, golpeándose el mentón. Se levantó como un resorte (el pánico y la farlopa hacen maravillas, Jackie) y de pronto se vio ante una ventana que daba al parking de fuera, donde estaba aparcado el Porsche Cayenne que la había traído allí, todavía (supuso) con el chófer dentro. La débil luz de las lejanas farolas del exterior le permitió ver su reflejo en el cristal.
No estaba sola.
Incontables pares de puntitos de luz, semejantes a ojos, se hicieron visibles, poco a poco, a su espalda. Sin atreverse a girarse, petrificada, Carmen abrió la boca sin emitir sonido alguno. Y cuando el pensamiento, racional, de que no era posible que hubiera tanta gente en el establecimiento empezó a formarse poco a poco en su cabeza, la oscuridad se vio nuevamente asaltada por el destello de dientes que, despuntando bajo demoniacas sonrisas que se abrían como cremalleras, goteaban su ansia en forma de saliva y sangre.
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El Porsche Cayenne negro tenía en su interior unos asientos de cuero beiges que crujían placenteramente cuando uno se sentaba encima, o, como en el caso de Joserra, el chófer y “chico para todo” del señor Martín de Santo, se acomodaba, echado para atrás el respaldo, para ver mejor el K.O. de la pelea estelar de la velada UFC que en ese momento seguía en el IPad de su jefe. Muy moreno, de 1,70 de altura pero con tanto músculo que caminaba como si acabara de bajarse de un caballo y con los brazos en modo cruasán, Raúl lo había contratado cuando lo vio repartiendo tortazos a dos chavales en una discoteca del centro, donde Joserra trabajaba de portero, intimidando a quien podía con sus camisetas de grandes siglas como “MMA”, “Tap Out”, “Cage Fighters” y demás parafernalia tras la que parapetaba un complejo de tamaño proporcional a su musculatura.
Aquella noche estaba siendo tranquila; solo había tenido que traer al jefe, hacía horas, tras lo cual se había echado una siesta de las de echar la baba en el asiento de atrás. Luego fue a buscar a la secretaria, tras lo cual había cogido prestado y sin permiso la tablet del empresario y, pagando con la tarjeta de éste, había comprado los combates que se celebraban esa noche en pay per view.
El jefe no se enteraría.
Ahora que habían acabado, y viendo que su Raúl no tenía prisa por volver a casa, se volvió a recostar en el asiento. Un leve aroma del perfume de Carmen bailó ante su nariz. Y hablando de ella; vaya mujer. Todavía se le ponía dura cuando recordaba la noche en la que, con su jefe borracho como una cuba tras un cocktail, lo dejó en su residencia, y de camino a dejar en casa a Carmen, ésta, con una chispa tal vez producto del alcohol, la música y el pedal que llevaba Raúl (no tendría que follárselo esa noche, gracias al cielo), se le insinuó desde el asiento trasero, abriéndose los botones de la blusa, poco a poco, mientras le entraba la risa tonta al ver la cara de estupefacción del chófer, que a punto estuvo de estrellar el Cayenne en una rotonda. Aparcaron en el parking subterráneo del piso de ella y follaron en el asiento trasero como salvajes, empañando los cristales del Porsche de su jefe, con Carmen sacando la cabeza por la ventana derecha trasera mientras Joserra la montaba, incrédulo y más excitado que nunca, con embestidas que hacían que el coche se balancease como un pesquero en una tormenta. Pero no contenta con aquello (el primer polvo había durado menos de lo que se esperaba), y queriendo exprimir aquella ocasión (Carmen era consciente de que aquello no podría repetirse, pues con el cerebro de cacahuete de aquella rata de gimnasio ya iba a tener difícil mantener la boca cerrada con lo que estaba pasando), la mujer decidió postergar aquella particular venganza contra el empresario. Pidiéndole al joven que abriese el techo solar del Cayenne, lo empujó de nuevo contra el asiento trasero, colocándose sobre él y sacando media cabeza por el techo para no tener que agacharse, agarrándole del pelo y echándole hacia atrás la cabeza con calculada violencia.
-¿Vaya tipo más duro eres, eh? Con esas tetas, esos brazos… -sus manos de largas uñas acariciaban los músculos del muchacho.
Carmen soltó el pelo del chico y se abrió la camisa con rabia, con los pocos botones que quedaban abrochados saliendo despedidos por doquier. Sus pechos quedaron expuestos a pocos centímetros de la incrédula mirada de Joserra, que parpadeaba muy rápido, como si le costara enfocar.
-¿Crees que las mías están a la altura, machote?
Joserra balbuceaba, entre excitado e intimidado. Carmen le acercó la boca al oído:
-¿Cómo dices?
Joserra tragó saliva.
-Q-que no llevo condón… igual me corro, y…
Esta vez, el tirón de pelo no tuvo miramientos. Con la cabeza del joven bien agarrada en su mano y su cara mirando al techo, Carmen se acercó a su cuello. Mucho.
-No se te ocurra correrte antes que yo, o toda la ciudad se enterará de que Joserra, el súper boxeador, tiene menos aguante que un conejo chico… ¿estamos?
Y le lamió el cuello mientras se acomodaba encima de sus piernas.
Los gemidos y el sonido de la suspensión del coche hicieron eco en la oscuridad del parking.
Como animales salvajes, Jackie; puedes creerlo.
Porque lo estás imaginando, ¿verdad?
Al día siguiente, Joserra, con agujetas por todo el cuerpo y el recuerdo de aquella amazona brincando en su regazo sin piedad bien grabado en el cerebro, llevó el coche al taller para asegurarse de que los amortiguadores estaban bien y no levantaran las sospechas de su jefe.
Aquello había ocurrido hacía ya un año, pero el olor del perfume de ella (que no volvió a dirigirle la mirada tras las gafas de sol tras las que solía parapetarse) todavía le despertaba una mezcla de sentimientos: excitación, intimidación, un ligero complejo que arrastraba desde entonces de no estar a la altura en lo que a mujeres se trataba…
Hey, Jackie, mira eso: hablando del rey de Roma…
¿No era Carmen la que se acercaba corriendo desde el restaurante, descalza, con las manos llenas de sangre…?
Un golpe en el cristal. Manchas de sangre que dibujaron unas manos rojas en la ventana de la puerta del copiloto.
-¡Abre la puta puerta! ¡¡YA!!
El sobresalto hizo que el iPad saliera volando por los aires. Joserra se afanó en abrir la puerta, con el corazón saliéndosele del pecho. Carmen entró como un vendaval, en total estado de pánico, cerrando con un portazo tras de sí. Su expresión era de terror absoluto.
-¡Arranca! ¡Arranca!
La breve duda que pudiera alojarse en la mente del chófer respecto a marcharse de allí sin una orden directa de su jefe se vio expulsada de su cerebro al ver la expresión en la cara de la secretaria. Accionando el contacto, metió primera marcha, pero antes de soltar el embrague y salir de allí echó un vistazo a la puerta del edificio. No las tenía todas consigo.
-¿Y qué pasa con Raúl…?
Bum. Un golpe en el techo del coche, a sus espaldas. Los dos se giraron, sobresaltados. Un objeto esférico, del tamaño de un balón de fútbol, había caído directamente sobre el techo solar, manchando de un líquido oscuro y pringoso el cristal. El chófer entrecerró los ojos, incrédulo. Aquello parecía… ¿Sería acaso…?
La cabeza del jefe, Jackie. O lo que quedaba de ella.
Joserra abrió los ojos desmesuradamente.
-¡Hostia-puta-joder-pero-qué-cojones-la-madre-que-me-parió-su-puta-estampa…!
Carmen, horrorizada pero algo más dueña de sí, alargó el brazo izquierdo y agarró el pelo del conductor por detrás de su oreja derecha.
-Joserra. Hay que salir de aquí. ¡¡Sácanos de aquí!!
El hombre no se lo hizo repetir. Con un chirrido de ruedas que levantó una humareda en el parking, el Cayenne salió disparado, pisando bordillos y sin tocar el freno, hasta que cogió la carretera principal del polígono 105 en dirección sur, hacia la autovía, en el camino más corto a la ciudad sin tener que atravesar el gigantesco polígono.
El chófer miraba al frente, asustado, echando vistazos por el retrovisor cada pocos segundos. Sus nudillos estaban blancos sobre el volante, apretándolo sin darse cuenta. A su lado, Carmen murmuraba algo en voz muy baja, dando vueltas a un oscuro sombrero que mantenía sobre su regazo.
-No puede ser… no puede ser… no puede ser…
-Eh -el chófer, todavía asustado pero intentando manejar la situación, le puso una mano en el brazo -.¿Qué ha pasado…? ¿Quién os ha atacado? ¿Cómo coño…?
Carmen alzó la vista, rígida, con los ojos muy abiertos y las pupilas bailoteando sin control. De improviso, los ojos se le pusieron en blanco, su cuerpo se relajó y quedó echada contra el respaldo del asiento. Joserra, alarmado, la zarandeó, suavemente al principio y algo más fuerte, después. La mujer no respondía. Le puso dos dedos en la carótida, por si acaso: el pulso era regular y estable.
Desmayo por estrés, Jackie. Que nunca te pase.
Al cabo de unos minutos, la mujer abrió los ojos, desconcertada.
-¿Qué…?
El chófer suspiró, aliviado.
-Hey, has vuelto. Menos mal. Estaba a punto de parar, pero en este tramo de la autovía es imposible, aunque esta noche no parece haber nadie… he intentado llamar a la policía, o a cualquiera, pero mi teléfono no funciona. ¿Te importa que probemos con el tuyo…?
Carmen negaba con la cabeza.
Las imágenes de lo sucedido se agolpaban en su mente, semiocultas por una neblina que anunciaba migraña. Fue consciente de dónde estaba, de lo que había acontecido en el restaurante, de que estaban huyendo, pero no de cuánto tiempo llevaba ‘dormida’. Se miró las manos, recordando de pronto.
-¡El sombrero! ¿Dónde está?
Joserra señaló el asiento de atrás.
-Lo he recogido y lo he dejado ahí. Te has desmayado, pero respirabas normal y tenías pulso. No sé qué hay que hacer en estos casos, pero no he querido sobresaltarte. ¡Lo mismo te da un infarto…!
La secretaria lo miraba como si hubiera cometido un sacrilegio; como si hubiera desenterrado los restos de un niño, profanando su tumba.
-¡¿Has tocado el sombrero…?! -susurró.
Joserra, alternando la vista al frente y al asiento del copiloto, asintió, vacilante. Antes de que ninguno pudiera decir nada más, un pitido y una luz en el salpicadero desviaron su atención.
-Mierda, nos quedamos sin gasolina. Bueno, es igual; ya estamos cerca de la entrada a la ciudad que…
-¡¡No!!
El grito de Carmen reverberó dentro del Porsche.
-No podemos volver. Hay que seguir. Hay que alejarse de aquí.
Joserra protestó, girándose hacia ella.
-Lo mejor que podemos hacer es buscar a alguien y pedir ayuda. La comisaría no queda lejos de…
– ¡¡CUIDADO!!
Bum.
Una explosión de metal. Colisión.
Los ojos de la secretaria habían captado, en cuestión de milisegundos, una sombra de aspecto humano frente a ellos; Carmen habría jurado haber vislumbrado dos puntos de luz roja ahí donde debieran estar los ojos. El choque a ciento cuarenta kilómetros por hora hizo que la sombra saliese despedida en un ‘gong’ metálico ensordecedor, perdiéndose en la noche, mientras los dos ocupantes del coche se veían propulsados hacia adelante y luego hacia atrás, empujados por los airbags que salieron en sendas explosiones que sus oídos no alcanzaron a soportar. El Cayenne se desvió hacia la derecha, saliéndose al arcén y raspando el lateral derecho con el quitamiedos. Joserra, aturdido pero todavía dueño de sí, pego un ligero volantazo, sin tocar el freno, para que no se precipitasen más allá. Zigzagueando por toda la calzada, el coche fue perdiendo velocidad hasta que el conductor se atrevió a pisar el freno y se quedaron quietos, con el parachoques completamente reventado y dejando un reguero de cristales y piezas de carrocería a su paso. Los chirridos metálicos y los suspiros del capó se fueron apaciguando poco a poco, dejando paso a un silencio solo roto por las cigarras en la oscuridad.
-¿Estás…estás bien? -preguntó Joserra, desabrochándose el cinturón y volviéndose hacia la mujer.
Carmen asintió. Se dolía del hombro izquierdo; el golpe con el airbag había sido muy violento. Su mirada estaba anclada al frente, donde las luces de los faros se fundían en la oscuridad. Joserra también miró.
-Joder, espero que haya sido un animal… parece una persona… -abrió la puerta del coche -Voy a ver si puedo ayudarle. Quédate aquí.
Carmen todavía no se había recuperado del susto. Su voz era débil.
-Espera, espera, ¡no vayas! -pero la puerta del coche ya se había cerrado, ahogando sus palabras.
El joven conductor se acercó con pasos vacilantes hacia la figura que yacía echada sobre el asfalto, saliéndose del haz de luz que proyectaban los faros del Cayenne. La oscuridad no permitía a Carmen ver más que dos bultos negros en la negrura. Pasaron los segundos, lentos como horas. La mujer solo alcanzaba a oír sus propios latidos resonando en sus tímpanos como tambores de guerra. Pasado un rato sin novedades en el que la tensión la ahogaba, tuvo una idea. Desabrochándose con cuidado el cinturón que la aprisionaba, y manteniendo su hombro izquierdo inmóvil en lo posible, se inclinó sobre el volante y accionó la palanca para activar las luces de largo alcance.
La luz iluminó la noche y el asfalto frente a ella, disipando la oscuridad.
Joserra estaba a treinta metros, inmóvil, tieso como una estatua, con el cuerpo enfocado hacia el coche y la cabeza gacha, con la mirada clavada en el suelo. ¿Qué estaba haciendo? ¿No iba a ayudar a quien quiera que hubiesen atropellado? ¿Qué coño hacía ahí parado, mirando al suelo?
Muy poco a poco, como si fuera a cámara lenta, alzó la cabeza.
Dos cuencas vacías y ensangrentadas taladraron a la mujer del coche.
-No puede ser… no puede ser… tú no…
El pánico volvió a estrangular el cuerpo de Carmen, magullado y exhausto. Trató de reaccionar, colocándose torpemente en el asiento del conductor.
-No puede ser…
Joserra, o lo que fuera en lo que se había convertido, empezó a caminar hacia ella.
-No puede ser…
La secretaria intentaba arrancar el coche accionando el contacto, pero el Porsche no respondía.
Y Joserra se acercaba.
-¡Joder, joder, joder, joder, joder…!
La mirada de la mujer alternaba entre el contacto del coche y el chófer que se le acercaba, con las cuencas vacías y una mueca de horror en la boca ensangrentada, parcialmente desprovista de dientes, con un rictus de dolor que solo puede mantener quien haya sido torturado.
-¡No me jodas, puto coche de mierda, joder, hijo de puta, por qué no arrancas, cabrón…! -sus juramentos se vieron empañados por sollozos de absoluto pavor.
En su rabia, sus pies descalzos patearon el embrague, arrancando un rugido del motor. Sin pensárselo dos veces, metió primera y salió disparada hacia adelante con una sacudida. Con las dos manos al volante y los ojos casi cerrados, alcanzó a vislumbrar la figura sin ojos de Joserra, que con un golpe metálico y una sacudida se vio atropellado sin miramientos, desapareciendo bajo el coche en una carrera en la que Carmen solo pensaba en sobrevivir. Dando bandazos, con la puerta del piloto abierta, los cristales de los faros hechos añicos y el parachoques levantando chispas del asfalto, la secretaria salió de allí adentrándose en la negrura, con el corazón atronándole en la misma garganta. El chirrido del metal en el asfalto y las revoluciones del coche (lo llevaba en tercera marcha, con el acelerador a fondo) conformaban la banda sonora de aquella noche junto con sus sollozos de pánico e incredulidad.
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Quedaba todavía una hora para el amanecer, y la noche era oscura, sin estrellas. La luna había decidido que aquella noche no le apetecía salir; como esas veces en las que quedas para salir, pero, en el último momento, te entra una pereza terrible, y decides hacer lo que se denomina una bomba de humo: desaparecer del plan.
¿No te ha pasado, Jackie? Eso es que eres demasiado joven.
El hombre de la gasolinera vio llegar el destrozado Cayenne alzando una ceja de sorpresa. Era un hombre de piel muy oscura, con largas rastas que llevaba recogidas en una coleta y unas pequeñas gafas para ver de cerca que llevaba con elegancia a media nariz. Era de esas personas que podrían tener entre cuarenta y setenta años, cuyas arrugas y expresiones confundían a quien lo veía como un hombre que ha envejecido antes de tiempo, o un viejo que se mantiene en buen estado. Parecía el típico rastafari jamaicano, embutido en el uniforme de la gasolinera. Pensó en salir del establecimiento, pero el cochazo paró inmediatamente ante la puerta de entrada, y una belleza rubia salió cojeando del interior, cubierta de sangre por los brazos y parte de la cara, descalza. Irrumpió en el establecimiento, con la mirada ida, buscando por todos lados. Sus ojos se posaron en el rastafari, que se dirigió a ella tras la barra del mostrador.
-¿Está usted bien, señorita?
La mujer se le acercó, con una máscara de terror por semblante. Puso ambas manos sobre el mostrador, pringándolo de sangre.
-Necesito… un teléfono… policía… un teléfono… -su pecho no parecía capaz de hablar sin ahogarse.
El trabajador alzó ambas palmas, pidiendo calma.
-Tranquila, señorita. Voy a ayudarle, ¿de acuerdo? Trate de respirar calmadamente. Eso es. Poco a poco. ¿Necesita algo? ¿Agua?
Carmen negó con la cabeza y cogió una bocanada de aire como quien pega el primer trago de agua tras atravesar el desierto. Su mirada dejó de vagar incontroladamente, y pudo fijarse por primera vez en el hombre tras el mostrador. Tenía un aire a Bob Marley, solo que de piel más oscura. Una perilla le alargaba la barbilla bajo el pronunciado mentón mientras marcaba un número en el teléfono fijo del establecimiento. Hablaba con ligero acento francés.
-No hay línea -parecía extrañado, pero sin alterarse. Nada parecía alterarlo -. Tengo el móvil en el almacén; quédese aquí mientras voy a por él.
-N-no… no me deje sola… -suplicó Carmen.
-Escuche -el hombre le sonrió con una dentadura blanquísima. Sus ojos eran de un color muy extraño: un marrón muy claro, rojizo -. Es solo medio minuto. No puedo dejarle entrar en los vestuarios; podrían echarme si lo hago. Iré a la taquilla, cogeré el móvil, y vendré aquí para llamar a la policía. Ya está usted a salvo, ¿sí? Tranquilícese.
El señor desapareció tras una puerta con una placa en la que se anunciaba “almacén”.
-Ya se ha acabado todo, Carmen -susurró antes de perderse tras la puerta.
La secretaria no fue consciente de que había pronunciado su nombre. Su cerebro, ávido de protección y tranquilidad, no filtró aquel gesto que, en otro momento, habría disparado todas sus alarmas. Intentó sosegarse, apoyando los codos sobre el mostrador y enterrando la cabeza entre los brazos. Estaba agotada. Se dio cuenta de que en el establecimiento sonaba la radio por altavoces desperdigados aquí y allá, en un volumen bajito que no molestaba el intercambio de palabras habitual con el trabajador de turno. En ese momento parecía sonar una canción tribal africana, a juzgar por los sonidos de bongos, maracas y el lenguaje de la mujer de ronca voz que la cantaba.
–Yoooo… uan na heiiii-na-hooo…
La poca tranquilidad de la que la mujer había gozado pareció disiparse como humo al viento. Alzó la cabeza, como atenazada por una nueva amenaza. Su mirada se dirigió al exterior, a la densa oscuridad que reinaba más allá de los surtidores y los neones que anunciaban la marca de la gasolinera en el tejado.
–Yoooo… uan na heiiii-na-hooo…
Diminutos puntitos luminosos se encendieron, poco a poco y uno tras otro, en la oscuridad. Carmen retrocedió, golpeando una balda con bolsas de patatas fritas y barritas de chocolate que cayeron con estrépito al suelo. Su espalda chocó con la puerta del almacén. Cerrada.
–Yoooo… uan na heiiii-na-hooo…
A los puntitos luminosos se les unieron sonrisas de afilados dientes que hendieron la oscuridad como cuchilladas de plata. Se acercaban por todos lados, eran cientos, ¿tal vez miles…? Todo el lugar parecía plagado de aquellas sonrisas y ojos de mirada demoniaca que se acercaban como si levitasen en la negrura.
-No, no, no, no-no-no-no-no… -Carmen se giró, tratando de abrir la puerta del almacén: pero era una puerta blindada y estaba cerrada a cal y canto. La aporreó con todas sus fuerzas, dejándose los pulmones con sus gritos -¡Ábreme, por favor! ¡Por favor! ¡¡ÁBREME LA PUERTA!!
Los ojos y las sonrisas se fundieron con los oscuros bultos que las portaban. El brillo procedía directamente de las cuencas vacías de aquella multitud de personas, esqueletos y figuras humanoides completamente destrozadas, muchas de ellas con lesiones totalmente incompatibles con la vida.
–Yoooo… uan na heiiii-na-hooo…
Las primeras manos llegaron al escaparate, golpeándolo sin piedad. La puerta automática de la entrada se abrió con una campanada.
-No-no-nononononono…
Un golpe al otro lado de la puerta del almacén. Carmen se apartó medio metro, dejando que se abriera. El hombre que salió ya no parecía el gasolinero; era el mismo, pero se había cambiado el uniforme. Ahora vestía un viejo y elegante traje negro, de otra época, con una camisa blanca asomándole por la pechera. Sobre sus ojos, con los iris rojos como la sangre, vestía el sombrero de Papá Taruc. Carmen parpadeó, confundida. “Es la persona que hemos atropellado hace un rato, en la autovía…”. Con un movimiento fugaz, el hombre la inmovilizó, dándole media vuelta y poniéndola de cara frente a las criaturas que, ansiosas y fuera de sí, se acercaban con sus caras desprovistas de ojos y salivando sangre.
El hechicero se acercó a su oído, susurrándole las últimas palabras que Carmen escucharía, en el mismo tono de quien canta una nana para dormir a un bebé.
–Yo uei-na… acepta este sacrificio… -y la empujó al mar de brazos y dientes que la buscaban.
Los alaridos hendieron la noche.
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FIN
Ta oin?? Zeinek iten du lo???
Gustiz kakaztuta
Jajajaj…hori da helburua, ba!!
Gracias por amenazarme el viaje a Madrid. Renfe no me ha dado auriculares para ver la peli que están echando (Cazafantasmas, por cierto)
Sin duda la peli habría sido mejor, pero te agradezco que me hayas elegido de plan B un auténtico honor. Gracias!