Hola, Jackie.

Espero que no te importe que te llame así. Sí, te hablo a ti, que me lees. No es nada personal, ¿sabes? Es que me gusta llamar así a la gente cercana. Como si fuera tu tío, el enrollado. ¿Me sigues, Jackie? Y no, no tiene nada que ver con ese tema del género, porque he conocido a varias mujeres llamadas Jackie, y también a varios hombres con ese nombre o apodo.

La historia que te narro sucedió de verdad; vaya si sucedió. Puedes buscarlo en Google, que es lo que hacéis ahora para contrastar todo, y seguro que te aparece alguna noticia. O tal vez no, porque no quieren que se sepa. ¿A quién le importa? La realidad es que pasó de verdad. Ocurrió en el restaurante chino veinticuatro horas Liu Jun Fan del polígono 105, a las afueras de la ciudad. Sí, ya sé lo que estás pensando, Jackie. ¿Un restaurante en un polígono, donde Cristo perdió el llavero? Bueno, allí se dedicaban principalmente al reparto a domicilio. ¿Restaurante chino 24h? Sí, yo también lo pensé. ¿Quién carajo va a pedir un puñetero rollito de primavera a las tres de la madrugada?

La respuesta te sorprendería, Jackie.

La verdad es que el sitio era grande, un antiguo almacén reformado en el que conformaron dos pisos, dos estancias largas y anchas unidas por una escalera de caracol negra, metálica. La planta baja tenía un enorme mostrador, como si fuera una barra americana, desde la que trabajaban los que recogían los pedidos, que solían ser tres o cuatro personas de origen asiático, vestidas con uniforme blanco. Había cuatro mesas redondas, desperdigadas sin ton ni son, repletas de papeles y carpetas. Tras el mostrador, por una puerta doble se accedía a las cocinas, donde se afanaban tres cocineros, fuera la hora que fuera. No había ni rastro de adornos orientales ni nada que se le pareciera; el lugar parecía una oficina. Cualquiera diría que era el típico sitio donde el narco de turno blanqueaba su dinero negro, ¿verdad?

Un consejo de perro viejo: piensa mal y acertarás, Jackie.

El piso de arriba era una oficina de esas que parecía no haber cambiado un ápice desde los años 70. Mesas de escritorio, sillas, percheros, incluso un enorme cuadro promocional que rezaba “Ven a pasar tus vacaciones a Los Ángeles de San Rafael; tu paraíso en la Sierra”. Todo tenía ese tono, ese tufillo a despacho de abogados de la época del caudillo. Cuero desgastado, muebles de madera de roble, parquet con moqueta y paredes de madera fina. Y ese olor rancio, pasado de vueltas, ese halo que rodea a quien vivió con holgura en otra época y ahora, testigo de su decadencia, no puede evitar aferrarse a él, al recuerdo y al olor de lo que fue, consciente de la cercanía de su final.

Al fondo de la oficina, tras una cristalera, se encontraba el despacho de Raúl Martín de Santo, abogado, inversor y prestamista. Raúl era un hombre de negocios: cincuenta y dos años, metro ochenta y cinco, setenta kilos de peso que, a primera vista, y viendo la delgadez de su cuerpo y el tamaño de la testa, cualquiera diría que se concentraban en gran parte en su cráneo. Pelo rapado para esconder su incipiente alopecia, hombros anchos bajo la chaqueta de traje y barba cerrada y perfectamente perfilada, el señor Martín de Santo usaba el Liu Jun Fan para lavar las mordidas que se llevaba por las tres residencias de ancianos que regentaba en la ciudad, su más lucrativa fuente de ingresos. Cualquiera lo diría, ¿verdad? Hacer negocio con residencias de ancianos. Pero es que nuestro amigo Raúl ofrecía servicios que podríamos calificar como ”premium” en sus residencias: pluses por un trato más exclusivo, comida de postín, habitaciones con vistas, prostitutas…todo era negociable en las residencias de nuestro businessman, que veía crecer sus ganancias a un ritmo imparable. Aunque, para no parecer sospechoso, se veía obligado a comprar modestos negocios, como aquel restaurante chino del demonio, al que tenía que conducir casi media hora desde su ático en el centro de la ciudad para asegurarse de que las cuentas cuadrasen. Y se ocupaba él, no sus abogados, por la simple razón de que solo se fiaba de sí mismo para que no le atraparan. No pensaba delegar el despegue de su prestigio y su fortuna a nadie; Raúl Martín de Santo, además de inteligente y sin escrúpulos, era un hombre precavido.

Porque el diablo ataca cuando estás en lo más alto, Jackie.

Aquella noche se le hizo muy larga al jefe. Había llegado a eso de las once con la idea de finiquitar un Excel con la contabilidad del trimestre, pero se le estaban atragantando algunos pagos. Es lo que tiene no expedir facturas de la farlopa que le pasas a Manolo, de setenta y nueve años, corredor de bolsa jubilado y amante de las carreras de coches. O del puto que le trajiste a Paquita, de ochenta y tres tacos y con dos ictus a cuestas, que paga religiosamente para que un maromo entierre la cabeza entre sus estriadas piernas una vez al mes.

No. Para eso no hay facturas.

Así que el jefe estaba estrujándose el cerebro en la oscuridad de su despacho, únicamente iluminado por la lamparilla del escritorio, cuando se le ocurrió mirar la hora en el Garmin que le adornaba la muñeca izquierda: 3:16 de la madrugada. «Vaya, pues sí que se me ha hecho tarde». Echó un vistazo a través de la cristalera a la oficina: larga, ancha, sumida en la oscuridad. Mesas con papeles desordenados, archivadores, ordenadores viejísimos, fotocopiadoras…las ventanas del exterior dejaban entrar, como si concediesen un permiso misericordioso, tenues rayos de luz de las farolas de fuera. De la oscuridad del recinto parecía surgir una vaporosa neblina. El jefe sintió un escalofrío que le hizo ponerse la chaqueta, que había dejado apoyada en el respaldo de su silla cuando había llegado. Pero no era frío lo que había provocado ese escalofrío. “No te estará acojonando el piso de arriba del restaurante chino, Raúl, no me jodas”. Suspiró, profundo. Aguzó el oído para ver si podía escuchar el trajín de las cocinas, abajo, y así aliviar ese sentimiento de inquietud repentino que le había surgido al levantar la vista de la pantalla del portátil, pero no oyó nada. Para ser un sábado noche, no había muchos pedidos. Bueno, qué le vamos a hacer. Consultó su móvil y, al momento, se le ocurrió una idea que le quitaría aquella inquietud. Llamó a su chófer, que lo esperaba abajo, en el Cayenne, y le dio unas instrucciones, para a continuación guardarse el teléfono en el bolsillo con un gesto seco. Se echó atrás en la silla, respirando hondo. Jugueteó con un bolígrafo. Se rascó la entrepierna. Arrugó algún folio que tenía por la mesa, dándoles forma esférica, y los lanzó a la papelera como si lanzase triples. Dejó pasar cinco minutos, volvió a rascarse la entrepierna y volvió a sacar el móvil. Marcó un número y acercó el aparato a su oreja.

-¿Sí? -contestó una voz de mujer, adormilada.

-Hey, ¿qué tal, preciosa?

-¿Raúl? ¿Eres tú?

-Pues claro, ¿quién si no? ¿Esperas la llamada de alguien más, a estas horas?

-N-no, no, claro que no…es que no me esperaba que me llamaras…

-Bueno, pues te estoy llamando. Quería oír tu voz.

Un carraspeo al otro lado de la línea.

-¿Mi voz? ¿Seguro que no te has equivocado, y me has llamado a mí en vez de a tu mujer?

Una mueca de ira relampagueó sobre la faz del empresario. Cogió una bocanada grande de aire. Se obligó a sonreír en la oscuridad, lobuno, antes de contestar:

-No, prefiero la tuya. Me gusta oírte hablar.

-Pensaba que lo único que te gustaba que hiciese con mi boca era comértela.

Raúl soltó una carcajada.

-Bueno, en eso tienes razón. Eso me gustaría más.

-¿Estás en la oficina?

-En el chino, sí.

-Y supongo que ya habrás enviado a tu chófer para que me recoja.

-Lo tienes en la puerta.

-Eres un demonio, Raúl.

El semblante del empresario, pétreo después de cada sonrisa, quedaba iluminado desde abajo por la luz de la pantalla del portátil.

-Trae la minifalda negra, la que te compré en Florencia.

-¿Algo más, señor mandamás?

-El pelo recogido.

-Sin preámbulos, ¿eh?

Un tic involuntario alzó la comisura derecha de la boca del hombre.

-No tardes en bajar.

Y colgó.

Sabiendo que no podría esperar a Carmen (pues así se llamaba la mujer, que vivía chantajeada por Martín de Santo desde que éste la conoció en el gimnasio, la contrató como secretaria, le pagó la operación de pecho y la enganchó a la cocaína) abrió un cajón del escritorio y sacó un gramo de farlopa. Vertió el polvo blanco sobre la tapa misma del portátil, separándolo en dos líneas idénticas con una tarjeta de crédito, e hizo un canuto con un billete de cien que sacó de su cartera. Aspiró con fuerza por el canuto una, dos y hasta tres veces (para no dejar sobras), y al acabar se repantigó en su silla, mirando al techo y sorbiendo por la nariz, satisfecho. Ah, joder, sí. Ahora sí. Que le follen al Excel, ya vale de números por hoy. Abrió otra vez “el cajón de la fantasía”, como le gustaba llamarlo, y sacó una botella de Macallan de doce años. Se levantó del escritorio para ir a un armario que había a su espalda, de donde sacó un par de vasos de cristal grueso. Puso ambos sobre el escritorio y destapó el whiskey, ya empezado, acercando la nariz a la boca de la botella para aspirar el fuerte aroma.

-Carmencita, ya puedes darte prisa…

Ya iba por la tercera copa, con la chaqueta tirada en el suelo y la corbata desabrochada, cuando oyó pasos en la escalera de caracol que unía la planta baja con la oficina. Carmen apareció con su ondulado pelo rubio recogido en una coleta, su generoso busto bajo una blusa beige con marcado escote protegido por un abrigo de piel de tres cuartos, una minifalda de cuero negro brillante sujeta a la cintura con un ancho cinturón con hebilla de plata, y sus torneadas piernas acabando en unas botas altas de Gucci que le llegaban hasta las rodillas y cuyos tacones penetraban la moqueta de la anticuada oficina.

Y llevaba algo entre las manos.

-¿Qué es eso? ¿Un sombrero? -preguntó Raúl, extrañado, dándole la bienvenida desde la puerta de su despacho.

Carmen bailoteó por la oficina a oscuras, quitándose el abrigo y jugueteando con el objeto que traía. En efecto, parecía el clásico sombrero fedora negro, elegante, como los que llevaban los mafiosos italianos en las películas de hacía cuarenta años, aunque con una diferencia: parecía tener diminutos huesecillos colocados en vertical, como si fueran dientes afilados, alrededor de la badana. Un sombrero muy viejo, aunque bien cuidado. La mujer se lo puso en la cabeza, haciendo un mohín.

-¿Qué tal me queda?

El jefe alzó las cejas y encogió los hombros antes de dar un trago del líquido ambarino de su copa.

La mujer suspiró; lo correcto sería decir que bufó, exasperada. Su jefe (por llamarlo de alguna manera) era lo opuesto al tacto: nada de preliminares, saludos cordiales, afecto, por no hablar de romanticismo, nada. Es sus veintisiete años de vida no había conocido a alguien más parecido a un robot. Llevaba dos años trabajando para él, desde que aquel tonteo en el gimnasio acabó derivando en un trabajo de secretaria, con polvos sobre la mesa del despacho de sus residencias, cenas caras en restaurantes de postín (siempre fuera de la ciudad, no fuera a reconocerlos ningún familiar del empresario) y noches interminables de coca, whiskey y sexo. Carmen estaba ya asqueada de aquel hombre que la trataba como a una furcia; no le gustaba su aspecto, su voz, ni siquiera su olor. Le aburría. Al principio, aquella relación le había parecido excitante: ser la amante del jefe tenía algo que la hacía sentir poderosa, como si fuera la protagonista de un culebrón; pero hacía tiempo que se dejaba llevar por la inercia del tiempo pasado junto a Raúl, y la relación se había convertido en rutina. Es cierto que lo manejaba a placer; lo tenía comiendo de su palma, y eso le daba algo de consuelo cuando Raúl se metía en su papel de macho dominante. Pero esa ilusión se disipaba cuando no podía negarse a follar cuando a él le venía en gana; la amenazaba, le gritaba y le reprochaba lo mucho que había invertido en ella. Invertido, sí: en sus tetas, en sus adicciones, en viajes y ropa. Era triste, se sentía abusada, usada como un trapo viejo, pero no se veía capaz de huir del yugo de aquel cabronazo. La tenía bien agarrada. Aterrada por las consecuencias.

Y había algo más, Jackie. Carmen se había convertido en una adicta.

Adicta a la farlopa, al whiskey caro, a los hoteles de lujo, la clase VIP, los coches de alta gama, los palcos, las telas de Balenciaga, los bolsos de Louis Vuitton. A la envidia de sus amigas, que le pedían quedar para tomar café y que les contase sus últimas aventuras, sus viajes, la orgía en el ático de Madrid, el vuelo en jet privado. Adicta a no ser la niña del pueblo, camarera de un bar de camioneros que la saludaban como a una hija, pero que le miraban el culo como a una puta.

Adicta a su dinero.

La mujer entró en el despacho, rozando el hombro de Raúl, y dejó el sombrero sobre la mesa del escritorio.

-Te lo han enviado en un paquete que ha llegado hace nada. Los chinos de abajo se lo estaban probando.

El empresario apoyó la copa en el escritorio.

-¿Me han enviado un puto sombrero?

-Eso parece.

-Vaya.

Ese “vaya” dejaba claro lo poco que le importaba aquello. Carmen se repantigó en la silla del jefe, haciendo crujir el cuero.  

-Ponme un par, anda -exigió, señalando la bolsita de polvo blanco, poniendo morritos.

Mientras su jefe le preparaba la coca, ella pegó un trago del Macallan, haciendo una mueca al tragar. Aspiró el polvo de ángel con deleite, casi rabiosa, y se pasó delicadamente los dedos por los orificios nasales, sin dañar sus largas y perfectamente pintadas uñas. Después, con media sonrisa, se giró hacia el hombre, que bebía de pie, apoyado el trasero en la mesa del escritorio.

-Bueno, qué -ronroneó la mujer.

-Qué de qué.

-No te hagas el remolón conmigo.

Raúl fue a contestar, pero ella le acalló con un siseo.

-Quiero vértela -susurró a través de sus labios de color carmín.

-Pues aquí la tienes.

Carmen puso los ojos en blanco, suspirando para sus adentros. “Ni un puto miligramo de erotismo”, se dijo.

-No -insistió -. Quiero que me la enseñes tú -se echó atrás en la silla, haciendo crujir el cuero -. Hoy soy yo la jefa. Yo mando. Eres mi subordinado.

Una sonrisa de bobalicón sustituyó el semblante serio del empresario. Asintió con la cabeza, bajándose la bragueta.

-Es más -continuó la joven, desabrochándose el sujetador por debajo de la blusa y lanzándoselo al hombre frente a ella, liberando sus pechos pero sin exponerlos, con los pezones intentando horadar la tela beige -. Vas a hacer todo lo que yo te diga.

Otro asentimiento de Raúl. El hombre se relamía.

– Quiero que enciendas la luz del despacho, pero ponla baja.

La luz del despacho podía regularse; el jefe la puso muy baja, lo que otorgó un ambiente de sauna al lugar. Carmen apagó la lamparilla del escritorio.

-Ahora, quítame las botas. Despacio.

El hombre, encantado con el juego (aunque torpe y sobreactuado como un actor de serie B) se acercó a gatas a las piernas de su secretaria, sacándole las largas botas y admirando sus piernas, morenas y fuertes, que se perdían en la oscuridad de la diminuta falda de cuero.

-No busques. No llevo nada ahí abajo.

Las orejas de Raúl ardían. Carmen aprovechó la postura del hombre a sus pies para inclinarse sobre la silla y acercar la cara a la de su jefe. Le habló muy bajo, en tono quedo, susurrando:

– ¿Quieres que te la chupe, verdad…?

Raúl volvió a asentir, tragando saliva sonoramente. A Carmen le gustaba pensar que en ese momento lo tenía completamente a su merced. Le hizo un gesto con el dedo índice de la mano derecha, pidiéndole que se acercase. El empresario lo hizo. Sus cabezas casi se tocaban.

-Antes me lo vas a hacer tú a mí.

Y, sin más preámbulo, agarró con dos manos la cabeza del hombre por el pelo y la enterró entre sus muslos. Lo mantuvo así, casi aprisionándolo, en ese juego en el que la subordinada hace como que tiene las riendas; pero sabía muy bien dónde estaba el límite. Cualquier gesto de dominación que pisara la línea, cualquier palabra mal dicha, valdría para que Raúl sintiese su hombría herida, y entonces todo se iría al garete. Poco a poco, Carmen. Con equilibrio. Mejor así.

Aunque eso de mejor, cuando el que está ahí abajo no tiene ni idea de lo que está haciendo, es relativo. Parecía un San Bernardo bebiendo agua de un puñetero embalse. En serio, ¿tan difícil era? La experiencia en la vida sexual de Carmen le había hecho creer firmemente en una máxima: era necesario una asignatura en el instituto, solo para tíos, llamada “Teoría del clítoris: cómo estimular a mujer”. Aunque se le estaban ocurriendo más nombres para la clase, allí despatarrada como estaba, con la cabeza de su jefe entre las piernas: “Cómo tratar un clítoris para dummies”, “La vagina: esa gran desconocida”, o, directamente, “Cómo comer un coño sin parecer un puto orangután”.

Si eres hombre, borra esa sonrisa de tu cara, Jackie. Tal vez creas que eres bueno, pero siempre se puede mejorar.

En vista de que aquello podría postergarse en el tiempo sin resultado alguno, y conociendo la paciencia de su jefe, Carmen decidió coger las riendas del asunto. Todavía agarrando la cabeza de Raúl, lo apartó de sí y lo miró como si en vez de succionar como un aspirador estropeado le hubiera hecho el mejor cunnilingus de la historia.

-Enséñamela -ordenó.

El hombre tropezó en su afán de ponerse en pie y bajarse pantalones y calzoncillos, todo a la vez. Carmen, riendo a su pesar, se levantó del asiento, señalándoselo.

-Ponte cómodo, subordinado.

Raúl se dejó caer sobre la silla, con la camisa todavía abrochada pero el pene erecto como la antena de un transistor asomando bajo ésta, con los pantalones por los tobillos. La mujer, intentando olvidar aquella imagen (“podías haberte quitado los pantalones y los zapatos, pedazo de gandul, para que no parezca que estás cagando”), cogió el sombrero que había traído antes, colocándoselo coquetamente a su jefe. Después se arrodilló entre sus muslos y puso ambas manos en la parte interior de las piernas del hombre, cerca de la ingle. Su cabeza estaba muy cerca, cerquísima, de donde el señor Martín de Santo quería que estuviese. La mujer lo miró desde ahí abajo, haciendo revolotear sus pestañas con dos parpadeos, poniendo cara de buena.

-Mmm… ¿me dejas…? Es que, no sé, igual no quieres…

El hombre asintió, salivando. Se desataba la camisa con gestos nerviosos, ansiosos. Carmen le dirigió un último vistazo, bajando los párpados y alzando las cejas, con una media sonrisa en las comisuras de la boca. Su mirada se dirigió a su objetivo, acercando poco a poco la cabeza, la boca semiabierta, mientras sentía la mano del hombre acariciando su nuca, animándola…

Pum.

La luz de todo el recinto se apagó con un chispazo.

Siempre en el mejor momento, ¿eh, Jackie?

La oscuridad llegó junto con el silencio más absoluto, como una losa que tapa una tumba para siempre. Los dos amantes dieron un respingo.

-¿Qué cojones…? -murmuró Raúl.

Cortado ya todo el ambiente (la joven celebró para sí aquel apagón repentino), el hombre se puso en pie, subiéndose los pantalones y dirigiéndose hacia la oficina, todavía con la camisa desabrochada y el sombrero puesto. Iba a pegar un grito por el hueco de la escalera para que solucionasen el problema (el piso de abajo estaba sumido en un extraño silencio) cuando algo a sus pies llamó su atención: parecía una carta. Era un mensaje escrito en un folio amarillento, apergaminado. Un extraño instinto lo empujó a recogerlo y a intentar leerlo a la débil luz de las farolas que se colaba por las ventanas de viejas persianas a medio echar. Entrecerró los ojos para entender la trabajada caligrafía, pues parecía que lo habían escrito con una pluma antigua, de las que se mojan en tintero. Sus ojos fueron abriéndose poco a poco a medida que leía, disipando los efectos del alcohol y la cocaína como una gota de sangre que se diluye, a cámara lenta, en un vaso de agua.

Las letras parecían bailar en la oscuridad, moviéndose lánguidamente por el papel una vez leídas:

“Señor Martín de Santo: es un honor por mi parte hacerle entrega de este sombrero, que perteneció a mi difunto padre. Seguro que él no habría querido que se lo entregue, pero ya no está aquí para tomar esa decisión. Tal vez se acuerde de su nombre: el honorable don Pierre du Taruc. Falleció en la cama de una de sus residencias de ancianos, ahogado por la tos, pidiendo una ayuda que nunca llegó; agonizó durante horas, cuando un simple vaso de agua habría salvado su vida. Sus recortes de personal, señor de Santo, completamente en contra de la ley y fruto del trato nefasto con el que se dirige a sus subordinados, hicieron que no hubiese nadie de guardia en el ala de la residencia donde mi padre murió esa noche.»

Raúl, confundido, intentó acordarse del tal Taruc. Sabía que tenía algún anciano negro en sus residencias; no muchos. La verdad es que nunca se había interesado por sus clientes. Y muertes así eran comunes, sucedían cada mes: viejos que amanecían fiambres en sus camas, ahogados, infartados, de cualquier manera. Quién sabe si habrían pedido auxilio, o no. No era asunto suyo. Porque no lo era… ¿verdad?

Y, a pesar de ello, el papel temblaba en su mano; trató de contener su pulso, pero no lo consiguió.

«Probablemente no conozca la historia de mi padre, conocido como ‘Papá Taruc’. Era nativo de Ghana, orgulloso hijo de África, aunque emigró a París de muy joven. Se crio en los suburbios de la ciudad, sin padres. Vio morir a muchos amigos, víctimas de las drogas, las peleas entre bandas, los ajustes de cuentas… Se dedicaba a leer manos, a echar las cartas: era un intermediario, un sacerdote que hablaba con los espíritus, y era muy admirado en su entorno. Los vecinos le tenían mucho respeto: había heredado el don de la adivinación, lo que en África era considerado lo más cercano a la deidad.

Un hechicero vodún, o como los llamáis aquí, erróneamente: un brujo vudú.

Siempre llevaba este sombrero, desde que lo encontró en una tumba sin nombre, en una oscura ceremonia que se celebró, hace mucho tiempo, donde antaño se erigía el cementerio de Les Innocents. ‘El brujo del sombrero’, así lo conocían en París cuando era joven. Ojalá lo hubiera conocido entonces, señor de Santo: con su piel de ébano, sus rasgos marcados, los pómulos prominentes, los ojos atigrados. En los últimos años sucumbió al olvido, y sus ojos se habían apagado, dejándolo ciego. Pero ha de saber, querido, que no llevaba ese sombrero por placer. Mi padre sabía que esa prenda estaba maldita, lo supo desde el primer momento. Y, aunque pobre y a menudo despreciado por su forma de vivir, él se oponía a que nadie sufriese, aunque tuviese que ser él mismo quien cargase con la maldición.

Ese sombrero maldice a quien lo lleva. Quien lo coloque sobre su cabeza despierta un hechizo, una oscura y antiquísima maldición, algo que supera toda razón: el lougarou, la maldición de la muerte en vida. Ese sombrero despierta a los muertos, querido Raúl. Y convierte en muertos a los vivos.

Mi padre no habría querido algo así para usted ni para nadie, pero yo no soy mi padre, aunque haya heredado su don. Yo no traigo el bien a este mundo: traigo venganza, traigo ira, traigo redención para los castigados. Usted mató a mi padre con sus tejemanejes, como a tantos otros que nunca saldrán a la luz. El viejo Taruc todavía podría haber hecho algún bien al mundo, pero su desfachatez de niño rico, Raúl, su negligencia, su pasotismo, acabaron con eso. Y es un honor, querido, entregarle este sombrero maldito, y desatar el horror y la muerte sobre usted y los suyos.

Mi nombre es Sunu, hija de Papá Taruc, hechicera vodún.

Yo te maldigo.”

El temblor de las manos del hombre era ya incontenible. Las últimas letras de la carta parecían bailar ante sus ojos, grabadas a fuego en sus pupilas. Notaba el silencio, pesado a su alrededor, solo roto por el retumbar de sus pulsaciones.

En ese instante, desde el piso de abajo, un alarido traspasó los tímpanos del empresario, que dejó caer la carta para taparse los oídos. Un alarido de miedo, de agonía, que fue variando el tono hasta convertirse en un gruñido animal, como si saliera de las entrañas de una bestia. Un segundo de silencio.

Un momento.

Sonido de pasos en las escaleras metálicas que subían a la oficina.

La confusión, la incredulidad y el terror se materializaron en los ojos de Raúl, abiertos desmesuradamente.

Ya vienen, Jackie.

CONTINUARÁ…

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